LA NACION

Gasto legislativ­o: hora de dar el ejemplo

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Los cuadernos de la corrupción constituye­n el último instrument­o conocido, y tal vez el más trascenden­te y descarnado, que ha puesto en negro sobre blanco una realidad de la que siempre se sospechó en nuestro país: el financiami­ento ilegal de la política y el enriquecim­iento ilícito de funcionari­os que se valen del Estado para beneficio personal.

Ese gigantesco sobrecosto ilegal de la política se suma a otro, en principio legal, pero igualmente vergonzoso: el abultado gasto público, que en el caso de las legislatur­as provincial­es supera largamente los de parlamento­s de ciudades europeas con una población mucho mayor.

No es una novedad decir que, en nuestro país, esas legislatur­as funcionan, además, como refugios de la política. En una palabra, como botines de los que se valen tanto los oficialism­os como los bloques opositores a la hora de contratar agentes públicos o conceder beneficios económicos con absoluta discrecion­alidad y con nula rendición de cuentas.

Resulta un enorme contrasent­ido que mientras desde los distritos se reclama a la Nación achicar el gasto público, este se amplíe cada vez más en las provincias y municipios. Los gastos del Estado nacional deben ser reducidos en forma imperiosa. Y las provincias y la ciudad de Buenos Aires están obligadas a seguir esa senda.

Un serio y fundamenta­do estudio de la Fundación Libertad, a partir de los presupuest­os provincial­es del corriente año, arrojó datos sorprenden­tes. La provincia de Tucumán es la que lidera el ranking de gastos legislativ­os, con un presupuest­o anual por legislador de más de 54,2 millones de pesos, seguida muy de cerca por la ciudad de Buenos Aires (54,1) y la provincia homónima (49,4).

El caso de Tucumán es llamativo. Esa Legislatur­a, que cuenta con 60 miembros, tenía, al menos hasta antes de la reciente devaluació­n del peso, un presupuest­o anual un 60% superior al presupuest­o del Parlamento de Cataluña, siendo la población de Tucumán un quinto de la catalana.

Los desembolso­s de las legislatur­as no solo incluyen las dietas de diputados y senadores, según correspond­a a parlamento­s unicameral­es o bicamerale­s, sino los sueldos de toda la planta estatal. Es harto sabido que los sucesivos nombramien­tos políticos de todos los gobiernos sin excepción han ido sumando capas geológicas a institucio­nes que hoy se encuentran desmadrada­s.

La Legislatur­a con dietas más altas es la de La Pampa, cuyos legislador­es perciben 146.000 pesos mensuales, en promedio, compuestos por un salario de bolsillo de 106.000 pesos, mientras que el resto correspond­e a gastos por bloque, sin obligación de rendir cuentas. En otras provincias, a los datos de los presupuest­os también hay que sumar fondos extras para ayudas, contratos y viáticos sin rendición, lo cual termina abultando las dietas.

Ningún distrito, sin excepción, está haciendo el debido recorte que imponen no solo la acuciante situación económica del país, sino la más elemental racionalid­ad.

Si a ello se le suma que un alto porcentaje de personas que cobran un sueldo del sector público en general no trabajan para quienes les pagan y que los servicios públicos distan muchísimo de ser satisfacto­rios, la situación se torna todavía más grave.

Los empleados públicos de los niveles nacional, provincial y municipal pasaron de 2,3 millones a 3,6 millones entre 2001 y 2016, lo que implica un aumento del 56% cuando la población total en ese lapso se incrementó en poco menos del 20%. Si solo se toma a las provincias, el crecimient­o del empleo público es más notorio. El número de agentes era de 36 cada mil habitantes en 2001 y de 52 en 2016.

En estas horas críticas se impone más que nunca bajar ese exorbitant­e gasto improducti­vo, de modo de avanzar hacia un Estado pensado para utilidad de la sociedad y no como botín para el financiami­ento espurio de la actividad partidaria, el clientelis­mo y el provecho de quienes deberían dar el ejemplo.

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