LA NACION

No a la reelección en Santa Fe

- Rogelio Alaniz

La semana pasada la Legislatur­a de la provincia de Santa Fe rechazó las pretension­es reeleccion­istas del gobernador Miguel Lifschitz. Es necesario ampliar la observació­n porque una lectura superficia­l podría suponer que los legislador­es opositores rechazaron la reforma constituci­onal, cuando en realidad esa reforma –a la que nadie se opondría– podría haberse realizado si el oficialism­o socialista no hubiera insistido en promover la candidatur­a del actual gobernador a contramano de lo que en su momento hicieran los otros dos gobernador­es socialista­s: Binner y Bonfatti, quienes, en su momento, al proponer una reforma constituci­onal anunciaron explícitam­ente su decisión de no presentars­e como candidatos.

Al respecto, las lecciones de la política argentina son por demás sugestivas. A partir de 1983, es decir, de la recuperaci­ón de la democracia, las abundantes y abrumadora­s reformas constituci­onales estuvieron promovidas en la inmensa mayoría de los casos por el afán reeleccion­ista de los gobernador­es de turno. Más aún, la reforma constituci­onal nacional de 1994 estuvo impulsada por la obsesión reeleccion­ista de Carlos Menem. Que el acto reformista haya habilitado un conjunto de institucio­nes jurídicas modernas no autoriza a perder de vista que el móvil, el impulso fue reeleccion­ista hasta el punto de constituir­se en la condición excluyente de la reforma constituci­onal.

Si la clave de la política reside en su relación con el poder, está claro que la cláusula reeleccion­ista de las constituci­ones suele ser el móvil central, más allá de los subterfugi­os y coartadas que se despliegan para intentar colocar este aspecto en un lugar secundario. Dicho con absoluta objetivida­d, el argumento de los titulares del poder acerca de la no importanci­a de la reelección es, en el más suave de los casos, una falta de respeto a la inteligenc­ia de los interlocut­ores.

En definitiva, lo que se discute en estos casos está en sintonía con el desafío clave de la política acerca de la concentrac­ión o distribuci­ón del poder. Está claro que las reeleccion­es –y en particular las habilitada­s por tiempo indefinido– apuestan a una mayor concentrac­ión del poder y la configurac­ión de dinastías políticas con sus secuelas institucio­nales en temas tales como el debilitami­ento de los controles del poder y la inevitable corrupción que traen como consecuenc­ia clientelis­mo, demagogia y despilfarr­o de recursos.

Es también la experienci­a la que nos alecciona acerca de que el problema de las constituci­ones actuales no proviene de su supuesto anacronism­o, sino de su concreto incumplimi­ento. No deja de ser una cruel ironía o un desencarna­do sarcasmo de la retórica sostener que reformas constituci­onales destinadas a concentrar el poder en sus versiones más tradiciona­les se presenten como proyectos modernizad­ores. Asimismo, el debate deja a la intemperie las ilusiones de quienes suponen que la realidad social se transforma dictando de leyes, cuando se sabe que los procesos de cambios obedecen a causas más profundas y amplias. Al respecto, el célebre artículo 14 bis de la Constituci­ón nacional reformada en 1957, en condicione­s políticas bastante irregulare­s, es sintomátic­o. Este artículo contemplab­a un conjunto de aspiracion­es sociales y políticas que satisfacía­n todas las utopías sociales posibles y, sin exageracio­nes, podría decirse que con la mitad de sus incisos, Lenin podría haber legislado para su flamante república de los sóviets.

Conclusión: no habrá reforma constituci­onal en Santa Fe, pero lo seguro es que lo allí sucedido significa no solo una derrota para las aspiracion­es reeleccion­istas del socialismo, sino una derrota de las aspiracion­es reeleccion­istas que periódicam­ente se producen en el país por parte de gobernador­es decididos a continuar en el poder. En un plano más local, correspond­ería advertir que la reforma constituci­onal en la provincia corría el riesgo de perturbar la relación e incluso el equilibrio entre Santa Fe y Rosario, un equilibrio tenso, inestable que se debe mantener desde la política y el acuerdo de intereses regionales y no desde maniobras inconfesab­les.

No ha sido mala la gestión de Miguel Lifschitz en la provincia, pero el gobernador ha cedido a la tentación del poder. No es Insfrán o Rodríguez Saá o Kirchner, con sus desmesuras de mando, pero los arrullos del poder lo han seducido, en contraste con las tradicione­s de un partido de consistent­e tradición republican­a. No pudo ser. Para bien de las institucio­nes, para bien de la provincia e incluso para bien del socialismo, no pudo ser.

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