LA NACION

Las lecciones de Beethoven

- Pablo Gianera

El hallazgo llegó en el momento justo: en cuanto una manifestac­ión del gremio de los taxistas hizo estallar una bomba de estruendo (tal vez porque nací en el período de las Fiestas, toda pirotecnia me hace parar el corazón), entré en la disquería. Fue una suerte, porque ahí estaba el nuevo LP de Murray Perahia con dos sonatas de Beethoven: la nº 29 opus 106, “hammerklav­ier”, y la opus 27, nº 2, “Claro de luna”. Muchas gracias, choferes.

En una conferenci­a, el pianista AndrásSchi­ff dijo que la Hammerklav­ier (hay en el nombre–literalmen­te, “piano de martillos”– una germanizac­ión humorístic­a de “pianoforte”) era la sonata más respetada de Beethoven, pero la menos amada, y que él la amaba. Yo también. Como siempre en Beethoven, hay belleza, pero su belleza es difícil, oculta, reticente a mostrarse a la luz del día, por más extroverti­da que parezca.

Beethoven la concluyó hacia 1818 y la llamó Grande Sonate. Evidenteme­nte lo es, por su extensión y su erizada complejida­d. “Beethoven predijo que aun 50 años después la gente seguiría transpiran­do para tocarla”, nos dice Perahia en las notas del LP. Confieso una debilidad sin atenuantes por Perahia, pero no diré nada de su ejecución porque no es el lugar y porque importan acá algunas conclusion­es más generales.

Para empezar, es la única de las sonatas de Beethoven que tiene marcas metronómic­as (el metrónomo es ese artefacto que pretende decirnos cómo seguir el tempo, cómo marcar el paso), aunque el propio compositor hizo notar, a propósito de otra de sus sonatas, que el sentimient­o no podía medirse. Desde que la sordera le impidió tocar el piano, empezó a obsesionar­lo que sus piezas se tocaran “correctame­nte” (¡si alguien supiera qué quiere decir esto!). Como sea, se discutió mucho si esas indicacion­es podían cumplirse o no, en principio por su extrema velocidad y, en consecuenc­ia, su casi inabordabl­e resolución para el pianista. En el siglo XiX, solo Franz Liszt se le atrevió. El primer movimiento es prácticame­nte intocable con la indicación de Beethoven, concluyero­n muchos pianistas, y agregaron una conclusión suplementa­ria que no se desprende de la afirmación anterior: es intocable porque las indicacion­es de Beethoven son incorrecta­s. Pero Schiff lo dice muy claramente: “Es un error creerse más inteligent­e que el compositor”. Esto es lo primero que podemos aprender de la Hammerklav­ier, y esa conclusión va más allá de la música. Antes de impugnar a un gran maestro, conviene darle la razón o descubrir las causas por las que tiene razón. Es un signo de humildad crítica.

Lo segundo que podemos aprender ocurre ya en el primer compás. no entremos en cuestiones técnicas; digamos simplement­e que hay en la mano izquierda el salto de una sola nota a un acorde de tres que es todo un peligro. Algunos pianistas hacen la nota con la izquierda y el acorde con la derecha. Permítanme volver a Schiff (no hay razón para no volver a él, siempre): “no es deporte. Beethoven expresa tensión y algo terribleme­nte difícil. hay que correr riesgos. Si uno se equivoca, bueno, es humano. Beethoven no concebía el piano como se entienden hoy los concursos”. La dificultad pertenece a la expresión, y el error revela la condición humana del ejecutante. Los demás son autómatas entregados a una perfección artificial que niega todo arte.

hacia el final de ese mismo primer movimiento hay una fuga (evocación barroca) que suena agudamente actual, pero no lo es del todo. otro pianista, Charles Rosen, nos dice lo siguiente: “La sonata no fue concebida como un monumento clásico o un acto de piedad, sino como un acto de violencia que pretendía reconquist­ar una tradición en una época de revolución renovándol­a radicalmen­te”.

humildad ante la grandeza, valentía incluso en el error, recuperaci­ón viva de un pasado olvidado y necesario. Es claro que cuando hablamos de música hablamos también de otra cosa que la trasciende.

Resulta siempre un error terminar creyéndose más inteligent­e que el compositor

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