LA NACION

El desafío de aprender a quererse

- Luciana Mantero

La primera vez que se sintieron sus padres no fue cuando los llamaron mamá y papá, sino cuando les dieron un abrazo. Y aunque siempre es difícil decir cuándo es que un papá o una mamá se enamoran perdidamen­te de sus hijos mientras se van conociendo, suele haber algún hito asociado que queda grabado en la memoria.

Vanesa Hernández y Mauricio Giraudo habían decidido que querían el bochinche de una familia grande, pero nunca les importó cómo. Durante años no se cuidaron y cuando se dieron cuenta de que el embarazo no venía, en lugar de hacerse algún tratamient­o, decidieron adoptar. Primero esperaron hasta que los dos estuvieran listos y recién entonces, más de un año después, empezaron con los trámites. La espera no fue una espera. Si los hijos venían, mejor. Si no, su familia sería de a dos. Cuando los llamaron del juzgado, un año y tres meses después, estaban programand­o un viaje de mochileros a Europa.

Tomaron en sus brazos a Jeny, esa beba de tres meses y pelo bien negro, y estaban esperando que se pusiera a llorar, pero ella se acomodó plácida; parecía que acababa de tomar la leche. Todo en esa nena les parecía perfecto: el lunar debajo de su ojo derecho y la forma rasgada de los ojos, la manera de mirar.

A los cuatro años decidieron buscar otro hijo y empezaron con los trámites de adopción. Cuando, un año y medio después, los llamaron para ofrecerles tres hermanitos de 6, 8 y 9 años, se quedaron helados. Dudaron mucho, pero al final se dijeron “¿por qué no?”. Y se lanzaron a la aventura.

Desde entonces fue desarmar una familia de tres para armar otra de seis. Fanny, Diego y Juan Jesús los enamoraron con aquel abrazo. “La invasión extraterre­stre se sintió cuando vinieron a casa por primera vez”, cuenta Vanesa. Para Jeny, no fue fácil. Entraban a su cuarto sin permiso, le sacaban los juguetes, saltaban en la cama a los gritos, hacían cofradía y la dejaban de lado. Un día en la playa ella los corría y les daba la mano, una vez a uno, una vez a otro, y ellos se la soltaban; no la dejaban entrar.

Tampoco fue fácil para ellos su nueva vida. Cada noche, uno de los chicos se hacía pis en la cama y no sabían cómo ayudarlo. Mauricio se levantó una madrugada, lo abrazó fuerte y le dijo que él podía, que no estaba solo, que él estaría allí hasta que lo lograra. Durante ese tiempo, que se recuerda lento, interiorme­nte cada uno de ellos se preguntó qué estaban haciendo. Muy de a poco, con paciencia, con amor, con apoyo de una psicóloga para Jeny, lo fueron logrando. Los días en que Jeny estaba bien, salía el sol y parecía que avanzaban. Los que no, todo tambaleaba.

Se asentó de a poco la familia y también las ojeras y las canas: ya no había tiempo para peluquería, ni café con amigos ni vernisage. Porque al principio todo lo que había era trabajo y familia. Y sí, cuatro hijos llevan una energía inimaginab­le.

Habían tomado la decisión por impulso. Siempre estuvo la certeza de que la angustia iba a pasar (“porque todo pasa, hay que bancarla”), que con amor y responsabi­lidad cada piedra es un desafío que se va atravesand­o, en un camino que vale la pena.

Cuando el embarazo no venía, en lugar de un tratamient­o decidieron adoptar

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