LA NACION

Tannat y Canelones, un maridaje de larga tradición Las viñas de Harrigue

Con el protagonis­mo de su cepa insignia, la ruta del vino en el departamen­to cercano a Montevideo cuenta con más de veinte bodegas para degustar

- Rodolfo Chisleansc­hi

Tannat es la palabra mágica. Algo así como un ábrete sésamo que da paso a un abanico de maravillas. No se trata de una cueva repleta de joyas, monedas y piedras preciosas, sino de un mundo que estalla en sabores y aromas, en matices que los buenos paladares saben reconocer.

Tannat es la deidad. Un ídolo esférico y carnoso al que se le profesa toda clase de cuidados, una reina a la cual rinden pleitesía varios miles de trabajador­es día tras día para que nada le falte y nada le sobre; para que crezca robusta y sabrosa antes de transforma­rse en un elixir de primera calidad.

Tannat es el eje sobre el que gira todo el universo del vino uruguayo, tal vez no totalmente conocido en la costa occidental del Plata, pero que en las últimas décadas ha ganado espacio en los mercados internacio­nales. No hay otro país que se dedique con tanto esmero y pasión al perfeccion­amiento de esta variedad de uva nacida en los Pirineos Atlánticos.

Con nueve regiones vitiviníco­las esparcidas por todo el paisito, Uruguay comienza a ser una marca con cierto renombre y la tannat tiene mucha responsabi­lidad en eso.

Sebastián Gonzatto, export manager de la bodega González Suárez, explica el fenómeno: “Toda la vida se elaboró vino en el Uruguay, pero siempre se apostó a la cantidad antes que a la calidad. Eran vinos de mesa, algo rústicos, sin otras pretension­es que satisfacer el mercado local”.

Sentado en el salón de su emprendimi­ento personal, el hotel de campo Tierra Mora, cuenta que el gran cambio llegaría en los años 90, con la globalizac­ión del comercio y el Mercosur. “El Gobierno de entonces decidió apostar por la transforma­ción de los viñedos –dice Gonzatto–, todos los bodegueros recibieron subvencion­es para plantar nuevas cepas y cambiar sus métodos de elaboració­n. Algunos las aprovechar­on y otros no, pero ahí comenzó el auge de nuestros vinos”.

González Suárez tiene su finca en Canelones, capital del departamen­to homónimo. A unos 30 kilómetros de Montevideo, esta zona representa como ninguna el despertar de la cultura vinícola uruguaya. Congrega una densidad de bodegas por kilómetro cuadrado que no se da en otras áreas del país. Aquí, en 1874, Don Pascual Harrigue, un inmigrante vasco-francés, plantó las primeras viñas de tannat.

“La variedad ya se utilizaba en Francia, en Burdeos, pero como uva de corte para modificar el sabor de otras predominan­tes”, explica Francisco Pizzorno, enólogo de las bodegas que llevan el nombre de la familia, una de las tantas en Canelones. “En Uruguay, por las caracterís­ticas de los suelos y el clima, arraigó tan bien que se convirtió en monovariet­al”, agrega.

Francisco pertenece a la cuarta generación de una saga que repite con exactitud lo que ocurre prácticame­nte en todas las bodegas de Canelones: se trata de empresas familiares, pequeñas o medianas, en las que el vino, más que negocio o medio de vida, es cultura y tradición. En todas, el cien por ciento de la cosecha es artesanal; en muchas, incluso el etiquetado y limpieza son tareas que siguen realizándo­se a mano: “En Pizzorno, la encargada es Rosa, nuestra experta en la materia”, detalla.

El coche se desliza sin agobios so-

bre las suaves ondulacion­es de la geografía oriental y a lo largo de la ruta nacional número 5, los carteles van indicando las salidas hacia los establecim­ientos vinícolas cuyas viñas, en algunos casos, decoran el paisaje. La Ruta del Vino se denomina la senda enoturísti­ca creada hace unos pocos años para recorrer Canelones y su área de influencia, pero sobre todo para conocer de cerca todos los pasos que atraviesa una uva hasta convertirs­e en elixir y, por supuesto, para degustar.

Juanicó es la bodega de la región que rompe los moldes. Si Pizzorno

posee 21 hectáreas de plantacion­es y produce entre 180.000 y 200.000 botellas al año, el establecim­iento que fundó Francisco Juanicó en 1830, y que desde los años 60 del siglo pasado regentea la Familia Deicas, cuenta con más de 280 y su producción ronda los seis millones de botellas anuales.

Legado jesuítico

“Esta es la bodega pionera en vinos de alta gama”, informa a los visitantes el enólogo Nicolás Díaz de Armas mientras pasea entre las variedades de cepas cultivadas. Juanicó ha sido declarada Monumento Histórico Nacional porque conserva algunos de los edificios de cuando el lugar pertenecía a la orden de los Jesuitas. En uno de ellos, levantado en el primer tercio del siglo XVIII, se encuentra la cava original, cumpliendo todavía la misión de conservar los barriles de roble donde madura el vino.

La apertura de mercados internacio­nales para los vinos uruguayos derivó en la puesta en marcha del enoturismo, actividad paralela a la que se fueron sumando bodegas. “Los brasileños son mayoría, un 75 por ciento de las visitas”, dice Francisco Pizzorno. El gigantesco vecino del norte y Estados Unidos son los principale­s destinos de las botellas made in Uruguay.

Según el Instituto Nacional de Vitivinicu­ltura, en 2015 la exportació­n alcanzó los 2,3 millones de litros; dos años más tarde esa cifra casi se había duplicado hasta superar los 4 millones.

“La reconversi­ón redujo la cantidad de área sembrada y apenas unas 25 bodegas de las más de 250 que hay en el país tienen la calidad suficiente para exportar, porque además los controles de las autoridade­s uruguayas son muy exigentes. Pero el crecimient­o es innegable”, señala Sebastián Gonzatto. González Suárez, la bodega donde trabaja, ha abierto mercados en Gran Bretaña, Rusia y Japón, y es la primera que se atrevió con el malbec.

Son numerosas las cepas que crecen bien en los suelos orientales. El merlot, una uva de ciclo corto porque se planta de manera tardía y se cosecha temprano, también se siente cómoda. Y pese a los rigores invernarle­s, hay espacio para la cabernet sauvignon, el malbec y varias más. Aunque por supuesto, manda el color rojo oscuro, casi negro, del tannat, con su aroma que evoca los frutos rojos maduros, los higos y las ciruelas pasa.

“En Uruguay llueve el doble de lo que necesita un viñedo”, explica a su vez Nicolás Díaz de Armas, de Juanicó, “por eso se planta gramilla alrededor de las plantas, para que absorban la humedad excedente. La uva, para ser buena, necesita sufrir un poco de estrés hídrico”.

Fácilmente accesible desde Buenos Aires, Rosario o el litoral entrerrian­o, el enoturismo uruguayo gana adeptos con tours, degustacio­nes, gastronomí­a, sobrevuelo­s en avioneta o helicópter­o... Cada bodega tiene su propia receta.

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Fotos: archivo Algunas construcci­ones de la bodega Juanicó son monumentos históricos
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La uva tannat tuvo un desarrollo único en Uruguay

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