La diplomacia en bermudas
Desde que los hombres dejaron atrás el taparrabos, los códigos de vestimenta son manifestación de convivencia y consideración social. Serán los distintos entornos, las costumbres, las edades, entre otras variables y condicionamientos, las que impondrán unos u otros usos en la vida cotidiana. En términos de lo que se denomina “etiqueta”, esto es, el ceremonial que demandan determinados ámbitos, se entiende que esta aun rige el comportamiento individual y colectivo, a pesar de que muchos puedan considerar que el respeto por sus pautas sea asunto del pasado. Por algo se mantienen en todas partes estructuras como la de ceremonial de Estado.
Precisamente, las reglas sobre ceremonial y protocolo continúan siendo materias de estudio en universidades y centros de formación especializada. En el servicio diplomático, la aplicación de esas reglas tiene particular relevancia. Tanto es así que la actuación de conformidad con ellas es moneda corriente entre los diplomáticos de carrera y fuente de frecuentes zozobras entre quienes entran en el Palacio San Martín por la puerta en general equívoca de la política. Los infortunios en la materia suelen ser salvados por las recomendaciones, cuando se las acata, de quienes saben qué comportamiento cuadra en cada situación específica.
Así las cosas, ha sido comprensible el revuelo ocasionado recientemente por el lamentable traspié del embajador argentino en México, Ezequiel Sabor. Nada convincentes resultaron, por lo demás, las aclaraciones con la cuales la Cancillería procuró minimizar la repercusión del hecho.
Recordemos que el caso no involucró a un embajador de carrera, sino a uno político. Cercano a varios gremios, Sabor había sido viceministro de Jorge Triaca, con quien tenía fricciones. El propio Macri decidió su remoción en agosto de 2017, tras una marcha de la CGT. El Presidente actuó así con la intención de reducir las influencias del poder sindical en el ministerio, ahora secretaría, que lleva las cuestiones laborales. En febrero último, como quien confiere un premio consuelo, nombró a Sabor “embajador extraordinario y plenipotenciario de la República en los Estados Unidos Mexicanos”.
Nadie ignora que México es un importante destino diplomático entre los países de lengua hispana. El pase, por así llamarlo, del contador Sabor a la patria de Octavio Paz y Carlos Fuentes, entre tantos otros magníficos pensadores y artistas de la palabra y de la pintura, terminó derivando en el traslado a la India de quien por entonces ejercía aquel cargo, Daniel Chuburu, embajador de carrera.
El lamentable incidente tuvo lugar días atrás cuando Sabor recibió a la tripulación del buque escuela Fragata ARA Libertad, en el Puerto de Cozumel, en ocasión de un despliegue marítimo de grandes veleros, en la tercera edición de Velas de Latinoamérica. Lo hizo con vestimenta totalmente inadecuada. Las fotos, como la que acompaña esta columna, registraron su atuendo de pantalones cortos, zapatillas y remera deportiva, en franco contraste con la vestimenta de rigor del plantel naval que revistó en cubierta para su recibimiento.
En un comunicado oficial se pretendió justificar la gaffe de nuestro embajador. Se explicó que el acontecimiento solo contemplaba actividades náuticas y que el almuerzo en la célebre fragata se había organizado a último momento, por lo cual el embajador no había podido cumplir con las normas de rigor. A la recepción oficial nocturna a bordo del buque, Sabor asistió con vestimenta formal.
Los reiterados errores en los que incurren funcionarios políticos desconocedores de los más elementales códigos diplomáticos advierten de los beneficios de contar con profesionales de carrera. Nadie ingresa en un quirófano para que lo operen sin la seguridad de que estará en manos de alguien que haya hecho de las intervenciones quirúrgicas un oficio en el que se encuentra debidamente experimentado. ¿Por qué habría de ser distinto en el delicado campo en que se juegan los intereses y los sentimientos nacionales ante un país extranjero?
Solo en casos excepcionales es aceptable que una figura proveniente de la política o de otros órdenes represente al país en el exterior. Sobre todo cuando la Argentina cuenta, desde mediados de los años sesenta, con un instituto de formación de diplomáticos con resultados que han afirmado en la conciencia pública el reconocimiento por quien lo fundó en sus años de canciller: el doctor Carlos Muñiz.