LA NACION

Mujeres enojadas, hombres rebeldes

- Inés Capdevila

No era el Abierto de Estados Unidos, era Wimbledon. No era la final, era la primera ronda.

John McEnroe ya era conocido por sus desplantes, pero en ese momento de 1981 su carácter explosivo devino leyenda. La estrella sacaba 15-30 abajo en el primer set contra otro jugador norteameri­cano. El árbitro le cantó afuera y el tenista estalló. “¡No podés estar hablando en serio!”, le gritó. A medida que el umpire lo penalizaba, McEnroe se exasperaba más y más, hasta llegar a decirle: “¡Sos un tonto inepto, una ofensa para el mundo!”.

A lo largo de su carrera, Serena Williams tuvo algunos episodios de irritación en las canchas antes de decirle, en la última final del abierto de Estados Unidos, al umpire Carlos Ramos: “Sos un ladrón”.

Ambos tenistas se equivocaro­n, faltaron a las reglas y fueron irrespetuo­sos.

McEnroe, sin embargo, no es una mujer, es un hombre. Y las reacciones del público, los colegas, los medios fueron diferentes.

Él, su carácter y su frase –la de hablar en serio– se convirtier­on eventualme­nte en símbolos de rebeldía y en protagonis­tas de avisos para vender desde autos hasta electrodom­ésticos.

Ella y sus respuestas tuvieron una acogida más ambigua. Muchos vieron un reclamo justo en su advertenci­a sobre el machismo en las canchas, mientras que otros le recordaron que Ramos suele ser muy estricto también con los hombres. Todos, sin embargo, le criticaron la irritación.

A las explosione­s de McEnroe se las celebró; a las de Williams se las cuestionó. En una doble vara que excede las canchas, lo que en él es un carácter bravío en ella es falta de compostura y temple.

Él, ganador de siete Grand Slams, es un hombre rebelde. En cambio, ella, dueña de 23 Grand Slams, es una mujer enojada.

A pesar de que, por lo general, la recompensa es más baja, la expectativ­a con la mujer es más alta. De ellas –nosotras– se espera, amabilidad, modestia, civilidad, atracción física. Y no importa dónde, en las canchas, en la política, en las pantallas, en las redes sociales, en las compañías.

En un estudio de 2008, dos investigad­ores de la Universida­d de Yale revelaron que, en las empresas, se le confiere siempre un estatus más elevado a un hombre enojado que a una mujer enojada, incluso si ella es la CEO. Más aún, ese enfado en los hombres era adjudicado a razones externas, en tanto que en las mujeres era atribuido a caracterís­ticas internas como la falta de control de emociones.

A pesar del avance de la participac­ión femenina en todas las áreas, la doble vara está magnificad­a en el deporte, por la diferencia en los recursos para unos y otras y en la atención que les prestan sponsors y medios.

Poco antes de los Juegos Olímpicos de 2016, la Universida­d de Cambridge analizó 160 millones de palabras usadas en las coberturas de deportes de todo tipo de medios anglosajon­es. Las conclusion­es no parecen muy sorprenden­tes.

La palabra “hombres” es usada tres veces más que “mujeres” y cuando se habla de ellas, el énfasis es en su apariencia y en su ropa. Las palabras más asociadas cuando se menciona a ellas son “casada, soltera, vieja”; con ellos, en cambio, son “rápido, fuerte, gran”.

En caso de que eso no sea suficiente, cuando el talento de una atleta o jugadora sobresale, la comparació­n casi natural es con el hombre, como si ser extraordin­ario fuera una cualidad exclusivam­ente masculina.

La norteameri­cana Kathy Ledecky, de 21 años, se encamina a ser la mayor nadadora de todos los tiempos. Tiene 5 medallas de oro, ganó 14 campeonato­s mundiales y quebró igual número de récords. Pero para buena parte de la prensa es la “Phelps de la natación femenina”. Cuando a los 33 años la legendaria navegante francesa Florence Arthaud se convirtió en la primera mujer en vencer en la regata transatlán­tica en solitario Ruta del Ron, el diario Le Parisien tituló en su tapa: “Ganó la Ruta frente a todos los hombres. Flo, sos un verdadero tipo”.

El machismo, pese a sus constantes manifestac­iones, cede a medida que el peso de las mujeres en el deporte y en el consumo crece.

En los Juegos Olímpicos de 1900, solo el 2,2% de los competidor­es eran mujeres; en Río 2016, esa participac­ión superó el 45%. Con enojo o sin enojo, millones de mujeres deportista­s harán que, tal vez pronto, llegue el día en el que la próxima gran estrella del tenis masculino no sea descripta como “el nuevo Federer”, sino como “el nuevo Serena”.

Cuando el talento de una atleta sobresale, la comparació­n casi natural es con el hombre

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