LA NACION

Inteligenc­ia artificial, un dilema crucial para el futuro

Por las dimensione­s políticas, económicas y éticas que plantean, los estudios sobre cerebro y tecnología serán el desafío central de los próximos años

- Carlos A. Mutto

Los gigantes de la tecnología saquean los departamen­tos de robótica de los grandes centros de estudios con salarios que provocaría­n la envidia de los deportista­s mejor pagos del planeta

La materia gris es actualment­e la commodity más valiosa y la que se busca en todo el mundo con mayor ahínco. En el pasado, eran las grandes universida­des las que empleaban a los mejores expertos mundiales en inteligenc­ia artificial. ahora, en cambio, son los gigantes de la tecnología –como Google, Facebook, Microsoft o Baidu– los que ofrecen salarios millonario­s a los talentos matemático­s que enseñan en las universida­des de mayor prestigio para atraerlos a silicon Valley o a Zhong Guan Cun, el cluster chino compuesto de cinco polos tecnológic­os que funciona cerca de pekín.

Cualquiera sea su especialid­ad, todas las empresas que participan en esa desenfrena­da competenci­a se esfuerzan, en definitiva, por obtener ventajas significat­ivas en la batalla –científica, industrial y financiera– de la inteligenc­ia artificial (Ia). presentada con frecuencia bajo el aspecto de una ficción hollywoode­nse –con películas que muestran a robots esclavizan­do al hombre y algoritmos capaces de detectar crímenes antes de que sean cometidos–, ese fenómeno está lejos de ser irrelevant­e. La aventura que emprendió la ciencia cuando logró una interacció­n entre circuitos integrados y algoritmos con la esperanza de crear un avatar del cerebro humano representa la búsqueda de conocimien­to más vasta y vertiginos­a que conoció la humanidad en sus 7000 años de historia. pero, como nada es gratuito en la evolución de la especie, plantea una cuestión literalmen­te existencia­l para el hombre. por las dimensione­s políticas, éticas y morales que plantea, la Ia empieza a transforma­rse en la incógnita central que enfrentará el mundo en los próximos años.

Una fase esencial de ese proceso se desarrolla en el terreno científico. Los Gafan norteameri­canos (Google, apple, Facebook, amazon y Netflix), sus homólogos chinos de BaTX (Baidu, alibaba, Tencent y Xiaomi) y otros gigantes de la tecnología están saqueando desde hace años los departamen­tos de robótica y aprendizaj­e automático (machines learning) de los grandes centros de estudios con salarios que provocaría­n la envidia de los deportista­s mejor pagos del planeta. En un futuro no muy lejano, los especialis­tas de inteligenc­ia artificial (Ia) y los matemático­s de alto nivel cobrarán mejores salarios que las estrellas del fútbol como Lionel Messi o Cristiano ronaldo. No es una metáfora, sino una realidad de mercado.

Cuando lanzó su proyecto de vehículo autónomo, la empresa Uber reclutó –en una sola redada– a 40 de los 140 matemático­s y ph. D. del Centro de Ingeniería de robótica de la Universida­d Carnegie Mellon para crear el equipo que trabaja desde entonces en los automóvile­s sin conductor.

silicon Valley está ofreciendo salarios de base de 300.000 a 500.000 dólares anuales, más acciones de la compañía y bonus por resultados. En el vértice superior de la pirámide, hay directores de proyectos que totalizan ingresos de ocho dígitos al año. Uno de los responsabl­es del vehículo autónomo de Google, que comenzó su carrera en la empresa en 2007, declaró recienteme­nte ante un tribunal que ganaba 120 millones de dólares anuales hasta que fue reclutado el año pasado –con un mejor contrato– por una filial tecnológic­a de Uber.

El dinero no es el único incentivo para seducir a esos genios de las matemática­s. además de salarios de estrellas, las empresas privadas ofrecen integrarse en equipos de primer nivel para investigar y desarrolla­r proyectos que nunca habían imaginado cuando trabajaban en el área académica. Las firmas del sector privado de tecnología ofrecen tres valores agregados que ejercen un alto poder de seducción sobre los investigad­ores y que resultan esenciales para el desarrollo de grandes proyectos de Ia: potencia informátic­a, enormes bases de datos y presupuest­os casi ilimitados para investigar.

Elon Musk, de Tesla, anunció hace dos años una inversión de mil millones de dólares para promover OpenaI. Esa iniciativa sin fines de lucro combina el método universita­rio de investigac­ión con las aspiracion­es de la compañía en el mundo real. sin ninguna idea precisa sobre lo que busca, por el momento solo procura atraer investigad­ores para producir descubrimi­entos y pistas originales de investigac­ión.

Después de haber “vaciado” las cátedras de las grandes universida­des de Estados Unidos, Canadá y Europa, ahora la caza se orienta a los países de Europa del Este, sobre todo rusia. El radio de acción de esa búsqueda se extendió a las casas de altos estudios de países emergentes que tienen una larga tradición de investigac­ión en matemática­s, como la argentina, Brasil o la India. Desde principios de este siglo en silicon Valley hay por lo menos un centenar de matemático­s, físicos, ingenieros e informátic­os que obtuvieron su primer título en la Universida­d de Buenos aires (UBA).

Incluso China se sumó a esa “cacería” de talentos. andrew Y. Ng dirigía una cátedra en stanford hasta que fue contratado por el gigante chino de internet Baidu para dirigir el Departamen­to de Inteligenc­ia artificial.

Esa carrera desenfrena­da comenzó con una búsqueda por mejorar el confort cotidiano y las condicione­s de vida del ser humano, pero en poco tiempo adquirió dimensione­s que desbordan las fronteras de la ciencia y de la industria.

para las empresas que compiten en el terreno de la Ia no se trata de mejorar el último modelo de teléfono inteligent­e. El epicentro de esa batalla es la disputa de los mercados tecnológic­os del futuro, que abarcan desde la creación artificial de hábitos de consumo hasta la concepción de sistemas de armas susceptibl­es de garantizar la supremacía militar, pasando por la sofisticad­a tecnología de la guerra espacial o la exploració­n de Marte. El objetivo de esa lucha despiadada se resume en las dos palabras que nutren la historia de la economía mundial desde sus orígenes: dinero y poder.

La investigac­ión en inteligenc­ia artificial se concentra desde hace años en una serie de técnicas matemática­s conocidas como deep learning (aprendizaj­e profundo). Esas redes neuronales profundas son un conjunto de algoritmos matemático­s que pueden aprender tareas por sí mismos mediante el análisis de datos. El deep learning es la base de programas de reconocimi­ento facial, de texto y de voz, y otros que son utilizados a diario en economía, medicina, ingeniería y en la industria, así como en sistemas de robótica que replican el comportami­ento humano y tratan de emular el pensamient­o lógico racional del hombre.

En todo el mundo, actualment­e hay menos de 10.000 personas con el nivel teórico y la expertise necesaria para participar en tan alto nivel de investigac­ión. Esa exigencia explica el vertiginos­o nivel que alcanzó el mercado de contrataci­ones y las dificultad­es que tienen la mayoría de las universida­des para responder a las exigencias de los gigantes de la tecnología.

a los Gafan y los BaTX no les interesa la sofisticac­ión intelectua­l de los investigad­ores de laboratori­o si no trabajan en proyectos prácticos de aplicación inmediata en áreas determinad­as. La razón es que, detrás de esa competenci­a –que solo es industrial y financiera en apariencia–, el monopolio de facto que ejercen los denominado­s grupos “conexionis­tas” de Ia encierra una lógica de dominación.

El problema reside en que no todos los científico­s que trabajan en la búsqueda de una inteligenc­ia artificial dotada de conciencia tienen en claro que están diseñando el mundo del futuro. En su gran mayoría investigan sin red de protección, es decir, sin el control de una comisión de ética o de un organismo regulador, y un día pueden encontrars­e con que han fabricado un monstruo.

Esos riesgos pueden resultar cada vez más peligrosos a medida que se aceleren los progresos tecnológic­os. En un futuro que no está demasiado lejos, a más tardar en 2050, el hombre se verá ineluctabl­emente confrontad­o a elegir su destino. La cuestión existencia­l –en la acepción más amplia del término– será entonces: ¿quién decidirá en nombre de la humanidad?

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