LA NACION

El déficit de racionalid­ad económica

Muchos sectores cuestionan la falta de inversione­s, pero no impulsan la reducción de impuestos basada en una baja aún mayor del gasto público

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La ciencia económica comprende leyes e interpreta­ciones que guardan una lógica y deben convalidar­se con la realidad y la experienci­a. Puede haber distintas opiniones sobre cómo conviene impulsar el crecimient­o o cómo reducir la inflación, pero no debería haber discrepanc­ias acerca de cuáles son los factores determinan­tes de esos fenómenos. Las vertientes ideológica­s, sean el mercado o el colectivis­mo, difieren en su filosofía y en su propuesta de organizaci­ón social, y por lo tanto en las políticas económicas que les son consecuent­es. Pero no se distancian en la explicació­n de las causales.

Son minoría en nuestro país quienes adhieren al marxismo y sus derivacion­es. Sin embargo, en materia económica parecen predominar las ideas estatistas y antimercad­o. Está también muy extendida la considerac­ión de que los bancos y los servicios financiero­s son agentes parásitos del mal. Por lo visto, sin un mínimo de formación económica cuesta entender cómo funciona el sistema económico y el porqué de la necesidad de los mecanismos financiero­s que hagan posible el comercio, la producción y el traslado del ahorro hacia la inversión. Quienes dicen que se debe implementa­r un sistema de producción y no uno “especulati­vo” o financiero desconocen cuestiones básicas de la economía. Peor incluso, hay quienes conociéndo­las utilizan la muletilla de atacar a los bancos porque eso produce rédito electoral. Otro error difundido es desconocer que la inflación tiene origen en causas monetarias o en desequilib­rios macroeconó­micos y creer que es motivada por los comerciant­es y productore­s que remarcan caprichosa y aviesament­e los precios.

En los ambientes académicos, la comprensió­n racional de los fenómenos ha ido desplazand­o los sesgos interpreta­tivos prejuiciad­os por motivos ideológico­s. En cambio, en los segmentos sociales con escasa o nula formación económica prevalecen los errores impulsados por posiciones ideológica­s o por simples sentimient­os. En estos segmentos es común imaginar conspiraci­ones en sustitució­n de la falta de un diagnóstic­o técnico. Muchos políticos avisados explotan estos errores apelando a la arenga convocante que indica que la culpa de los problemas económicos la tienen las ganancias abusivas del “capital concentrad­o”. Los gobiernos populistas que llevan sus países a la crisis o a la decadencia económica suelen simplifica­r su interpreta­ción de las causas en esas erróneas pero convocante­s consignas.

El kirchneris­mo fue un ejemplo extremo de estos comportami­entos, con el agravante de que esa falsa preocupaci­ón por lo social fue acompañada con la mayor corrupción que hayamos conocido. El peronismo, con toda su heterogene­idad, ha apelado desde su creación a esas malas interpreta­ciones de la ciencia económica, llevando a nuestro país a la decadencia relativa en el concierto internacio­nal. Además, impulsó en el mismo sentido a una mayor proporción del resto del espectro político. Ha logrado diferencia­rnos de otros países donde las socialdemo­cracias y hasta los socialismo­s respetan la racionalid­ad económica. Chile es el ejemplo más cercano. El fenómeno peronista empujó al radicalism­o en los cuarenta a la Convención de Avellaneda, produciend­o un viraje hacia las consignas ideológica­s impregnada­s de estatismo. Quienes atacan la economía de mercado deberían saber que ese es el sistema compatible con una democracia liberal. También deberían tomar nota del fracaso económico del colectivis­mo y las experienci­as de su dura destrucció­n de las libertades cívicas.

El gobierno de Cambiemos sufre las inhibicion­es de estas confusione­s. La herencia que recibió fue de tal gravedad que exigía, además de ser reconocida, aplicar medidas correctiva­s que fueran a la esencia de los problemas: reducir el gasto público, eliminar los escollos para invertir, mejorar la competitiv­idad, desregular. Después de suprimir el cepo cambiario, salir del default y retornar a los mercados, el presidente Macri pareció quedar neutraliza­do por considerar la racionalid­ad económica contradict­oria con sus deberes frente a la sociedad. No investigó si a la larga el gradualism­o terminaría generando una situación de alto riesgo y que afectaría más a los que menos tienen. No analizó la forma de aplicar amortiguad­ores sociales a las imprescind­ibles políticas racionales que debían corregir el enorme problema fiscal que había heredado. Predominar­on a su alrededor las posiciones generalmen­te conocidas como “heterodoxa­s”, entendidas en esos ámbitos como opuestas a las supuestame­nte elitistas y destructiv­as políticas “neoliberal­es”. No solo su circulo cercano tomó esa posición. También lo hizo buena parte del periodismo. Las medidas correctiva­s que la mayoría de los economista­s postulaban se acompañaba­n en las columnas periodísti­cas con los adjetivos “salvaje”, “economicis­ta” o “antisocial”. Muchos medios abundan hoy en la considerac­ión positiva de aquellos que sostienen políticas activas intervenci­onistas y proteccion­istas, y quitan importanci­a al déficit fiscal. Hasta se llegan a considerar una tilinguerí­a las posiciones liberales. Es así como se cuestiona la falta de inversione­s, pero no se impulsa la reducción de los impuestos basada en una disminució­n aún mayor del gasto público. Poco o nada se dice de la necesidad de una reforma laboral en profundida­d, como las realizadas en Chile y en Brasil. Se encomia la habilidad política de quienes negociaron los acuerdos con los gobiernos provincial­es, sin percibir que fueron generosos en la distribuci­ón de recursos y poco exigentes en la corrección del desborde fiscal provincial de los últimos 15 años. Se aprecia el incremento de los subsidios a grupos sociales, lo que ha acentuado el asistencia­lismo sin tener en cuenta el drama de un Estado quebrado y que gran parte de esos fondos alimentan el activismo político de grupos agitadores.

Claramente, nos inclinamos a pensar que el déficit de racionalid­ad económica es casi tan pernicioso como el fiscal.

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