Las fronteras invisibles
Hay algo en el cine de diego gachassin que mira hacia el lado de la frontera, del otro, de los abismos invisibles que se abren ahí nomás, en la vida de todos los días. durante la crisis de 2001 filmó, junto con Eva Poncet y Marcel Burd, Habitación disponible, un documental que muestra la vida cotidiana de tres inmigrantes (natasha, ucraniana; Favio, paraguayo; giuliano, peruano) en una Buenos Aires desconcertada y en estado de alerta. Luego, a partir del material recopilado en aquel trabajo, realizó Vladimir en Buenos Aires, una ficción que recrea la trabajosa inserción de un inmigrante ruso en nuestro país.
Tiempo después, presentaría el documental Los cuerpos dóciles. Pero no son voces extranjeras o historias forjadas en horizontes lejanos lo que su cámara descubre aquí, sino una otredad de diferente signo. Está Alfredo garcía Kalb, que alguna vez estuvo preso y hoy es abogado penalista. Y está esa vereda más o menos de enfrente, la de los defendidos de Kalb, gente del conurbano, de rostros severos y palabras escasas; casos que, quizás las más de las veces, van directo a ser casos perdidos. Kalb es hombre de dos territorios; habla la lengua que se habla en los juzgados, pero también conoce el código no escrito que se aprende en la calle. Y, a través de la sobriedad de sus gestos de abogado, nosotros, habitantes de la zona blanda de la historia, asistimos al áspero trajín de los juzgados, a los gestos de la pobreza castigada y castigadora, a la sombra de un sistema carcelario que –se sabe, pero nunca lo suficiente– es un infierno bajo techo.
Este año se conoció el último trabajo de gachassin, Pabellón 4. Otra vez, un documental. Otra vez, la mirada hacia esa extranjería cercana que es la vida en la prisión. Y algo así como el redoblar de una apuesta. Porque, apenas comenzada la película, una placa nos indica que esta es la primera vez que unas cámaras ingresan en los llamados pabellones “de población”; esto es, los sectores más peligrosos, “donde más muertes y heridas ocurren”, donde “el Estado no entra” y las reglas “son establecidas por la supervivencia”. “durante seis meses pudimos conocer los conflictos, discusiones y proyectos del Pabellón 4 de la Unidad 23 de máxima seguridad de Florencio Varela, en el gran Buenos Aires”, termina de informar ese texto inicial.
Comienza, entonces, el film. Lo primero que uno le agradece al director es la renuncia a estetizar aquello que se va a mostrar. También, la renuncia al morbo. Como en Los cuerpos dóciles, en Pabellón 4 el hilo del relato lo lleva una suerte de Quijote contemporáneo. En este caso es Alberto Sarlo, abogado que, a pulmón, lleva adelante un taller de filosofía y literatura en ese pabellón, el de los difíciles entre los difíciles. Allí, entre rostros curtidos y brazos cubiertos de tatuajes, frente a hombres que cada noche, antes de dormir, escuchan el ruido de los cerrojos que traban la puerta de su celda, al resguardo de paredes que saben de gritos y de sangre y de espanto violento, Sarlo habla de dostoievski, de Hegel, de Sartre. Lo secunda Carlos “Kongo” Mena, expresidiario que eligió volver, pero ahora como hombre libre.
Austero, el documental no exhibe razones, ni historias personales, ni datos estadísticos. Apenas entreabre una ventana a la labor de dos hombres que no se piensan salvadores, ni siquiera vehículos de una posible reinserción. Su objetivo es descomunal de tan modesto: solo buscan interpelar la humanidad de un grupo de hombres condenados a perderla.
En el taller del Pabellón 4 se lee, se estudia, se escriben cuentos. Y se escuchan poemas como el que resuena en la voz de Sarlo: “Los justos nos ayudan/ nos ayudan con educación/ en escuelas que no enseñan./ nos ayudan con salud/ en hospitales que no funcionan./ nos ayudan con justicia, con jueces que hablan otro idioma y viven del otro lado de la frontera”.
Buscan interpelar la humanidad de un grupo de hombres condenados a perderla