Una bisagra para la República
Ante el avance de la causa de los cuadernos, debemos persuadirnos de que un país cuyas instituciones no combaten a fondo la corrupción carece de futuro
El auto de procesamiento dictado por el juez Claudio Bonadio contra la expresidenta Cristina Fernández de Kirchner como presunta jefa de una asociación ilícita, de la que formaron parte otros 41 exfuncionarios y empresarios, constituye por distintos motivos un fallo histórico.
La magnitud de esta causa judicial, abierta a partir del contenido de los cuadernos del chofer Oscar Centeno a los que accedió la nacion, no radica solamente en la importancia y la cantidad de las personas involucradas. Se sustenta también en la enorme cantidad de pruebas sobre uno de los hechos de corrupción más conmovedores de los que se tenga memoria en la Argentina y en el alto número de directivos de empresas y exfuncionarios gubernamentales que, merced a la llamada ley del arrepentido, han aportado valiosos elementos a la investigación, incluidas no pocas autoincriminaciones.
La lectura del auto de procesamiento echa por tierra las argucias defensivas esgrimidas por Cristina Kirchner. La exmandataria siempre sustentó su defensa en que todo se trató de una persecución política, judicial y mediática. Le será difícil demostrar que tantos hombres de empresa y exsubordinados suyos en la función pública se hayan confabulado no solo para apuntar hacia lo más alto del poder político a la hora de explicar los hechos de corrupción, sino además para aceptar su participación en esas maniobras.
Es cierto que la novedosa aplicación de la legislación sobre los colaboradores imputados puede constituir un salvavidas para algunos de los integrantes de la asociación ilícita que, según el juez Bonadio, se habría formado para sacarle con procedimientos amañados dinero al Estado nacional que pudo haberse destinado a la educación, la salud, la seguridad y muchas otras áreas. Porque la propia ley del arrepentido admite reducciones en las penas para quienes colaboren delatando a personas de igual o superior rango jerárquico en la organización delictiva, brindando datos sobre un delito que esté aún en ejecución o proporcionando información que permita dar con el fruto del delito cometido.
Pero del mismo modo es cierto que si los “arrepentidos” aportan información falsa, no solo perderán el beneficio de la rebaja en la condena, sino que podrían recibir una pena adicional de prisión de cuatro a diez años. En consecuencia, nadie que se suponga absolutamente inocente estaría dispuesto a prestarse a un juego como este.
Los fundamentos del fallo también rechazan el argumento defensivo de no pocos empresarios que alegaron haber tenido que efectuarles pagos ilegales a funcionarios porque no había otra forma de trabajar durante la era kirchnerista y que resistirse a hacerlo podría haber significado el cierre de sus empresas y dejar sin trabajo a mucha gente.
En tal sentido, el juez sostuvo que los fondos que pagó el Estado por las contrataciones amañadas se hallaban “inflados” en perjuicio del conjunto de los argentinos, con el propósito de enriquecer ilícitamente a funcionarios y empresarios corruptos.
Cabe preguntarse cuánto dinero se hubiese ahorrado el país si los empresarios que en su momento abonaron suculentas coimas y hoy tratan de ser vistos como meras víctimas se hubiesen negado a participar de la obra pública y dignado a denunciar las exigencias ilegales de que eran objeto. De haber actuado así, difícilmente los Lázaro Báez, los Carlos Wagner, los Gerardo Ferreyra, los Gabriel Romero y otros pseudoempresarios kirchneristas hubieran estado en condiciones de absorber todos los contratos, obtener financiamiento y terminar obras o puentes que no se derrumbaran y dejaran centenares de muertos.
Así como muchos de los empresarios hoy procesados como integrantes de una asociación ilícita estarán aprendiendo que cada uno merece lo que permite, es de esperar que esta causa continúe avanzando hasta el hueso para que se convierta en una bisagra en la Justicia argentina, para que los jueces federales penales dejen de ser definitivamente garantes de la impunidad y para que pronto se destapen otros sistemas de recaudación ilegal paralelos al montado desde el Ministerio de Planificación.
Es imprescindible dejar de lado cualquier consideración sobre los eventuales efectos negativos que el avance de la Justicia pueda tener sobre la economía general y sobre el futuro de la obra pública en el corto plazo en la Argentina. Aun cuando debamos enfrentar, como ocurrió en Brasil, un período de enfriamiento de la economía, debe quedarnos claro que un país cuyas instituciones garantizan impunidad para los delincuentes y no combaten a fondo la corrupción simplemente no tiene futuro.