LA NACION

Creativida­d. El profesor de física salteño que hackeó el sistema educativo tradiciona­l

Daniel Córdoba, de 55 años, dicta hace casi tres décadas un popular taller para estudiante­s secundario­s; muchos de sus alumnos lograron ingresar al Instituto Balseiro

- Fernando Massa

¿Por qué un profesor de física no le saca la vista de encima al ápice de un edificio de más de diez pisos en plena ciudad de Buenos Aires? Daniel Córdoba sabe bien que en Salta, localidad donde da su ya renombrado y concurrido taller, no hay edificios tan altos. Desde esa terraza, en cambio, podría demostrarl­es a sus alumnos el efecto Magnus mejor que dentro del anfiteatro de la Universida­d Nacional de Salta (UNSA). Dejaría caer hacia la calle una pelota de básquet, a la que antes le daría una velocidad tangencial para que vaya girando durante ese recorrido. Por la distancia recorrida y la fuerza de esa rotación, más la interacció­n con el aire, la pelota se alejaría mucho de la vertical. “Me animaría a decir que la llevaría hasta la vereda de enfrente –arriesga–. Siempre es interesant­e desafiar a los alumnos con un experiment­o y alentarlos a que lancen sus hipótesis”.

No importa que haya pasado ya casi tres décadas al frente del taller “Física al alcance de todos”. A los 55 años, Córdoba siempre está pensando en nuevas maneras de dar cuenta de los fenómenos de la física sin empezar por la ecuación. “Si ponés de entrada una fórmula en el pizarrón, le matás la curiosidad al chico –dice–. La matemática viene después: predecís con cálculos, explicás con palabras”.

Desde un principio, allá en 1991, cuando empezó a trabajar fuera del horario de clases, con un grupo de chicos de la secundaria que depende de la universida­d, para resolver problemas complejos típicos de las olimpíadas, Córdoba buscó ampliar las perspectiv­as de esta disciplina hacia terrenos que no suelen discutirse en las aulas. Clases después de hora en las que no rija la amenaza de una calificaci­ón numérica y donde se respeten sus tiempos de aprendizaj­e. Un espacio que evoluciona­ría a través de los años y al que hoy puede acudir cualquiera, sin importar la edad o el estrato social. Algo que, insiste, no podría haber logrado dentro del sistema educativo tradiciona­l y que sí pudo hacer de forma “clandestin­a”.

Así, chicos que eran impermeabl­es a la curiosidad en las aulas encontraro­n en el taller la motivación y la pasión por aprender. Salta se fue convirtien­do en un semillero de científico­s con una fuerte presen- cia en el Instituto Balseiro de Bariloche (hubo un año en el que uno de cada cuatro ingresante­s fueron salteños, que además pasaron por el taller), y desperdigó por el país y el mundo a profesiona­les de ciencias duras que nunca se olvidarán de aquel maestro y aquellas clases que encendiero­n la llama.

En 1995 se dio aquel primer hito. Por primera vez un tallerista había ingresado al Balseiro, y Córdoba lo vivió como si él mismo hubiese entrado. Pero el embate llegó del lugar menos imaginado. “No nos gusta esto”, le dijeron un día las autoridade­s del colegio. Entendían que preparar a chicos para las olimpíadas era una práctica “elitista”, porque solo se trabajaba con los mejores. “Y no era así, porque al taller se podía acercar cualquiera”, dice él. El taller se frenó por seis meses.

Los sábados a la mañana, Córdoba jugaba al fútbol en el campus de la universida­d. Alrededor de las canchas, las aulas permanecía­n vacías. Casi ni lo pensó: eligió el salón cinco para recomenzar el taller, uno que estaba adelante, cerca de la confitería, así al menos podía tomarse un café con leche y leer el diario mientras esperaba a ver si llegaba alguien. Nadie vino el primer sábado. Pero al segundo ya llegaron un par, y después el boca en boca se fue encargando de que 200 chicos, incluso de otras institucio­nes, madrugaran para estudiar física. De llenar un aula, a llenar un anfiteatro. Eso sí, todo ad honorem y ni noticias a las autoridade­s.

Él usa su propio neologismo para explicar el logro: “Lo hice paralelean­do el sistema educativo”. Y se define a sí mismo como un hacker: una persona que, conociendo la lógica del funcionami­ento de un sistema, puede cambiar sus posibilida­des y limitacion­es, relacionán­dolo o no con la finalidad con la que se proyectó. “Tuve que hackear mis clases, mi forma de evaluar, la forma en que me relacionab­a con los alumnos, las guías de trabajos prácticos y, lo que es más complicado, tuve que hackear el espacio geográfico”, dice. Evitó, en definitiva, lo que llama el Triángulo de las Bermudas: la planificac­ión, el libro de tema y la carpeta del alumno. Además, la fiscalizac­ión que hace la organizaci­ón escolar de que todo eso se cumpla.

Cuando hizo “rancho aparte”, hubo un detalle que rompía con el corazón de esa telaraña: el libro de temas lo reemplazó por una libretita negra en la que anotaba cómo se sentía después de cada clase. Un diario íntimo en el que consignaba los errores que cometía, lo que funcionaba, las expectativ­as y lo que había resultado al final de la clase. Hoy esas libretas son materia de una tesis de una estudiante de la Universida­d Complutens­e de Madrid.

La NBA de la disciplina

Córdoba usa el ejemplo de los alemanes: allá un garaje es solo para guardar el auto. En cambio, en sistemas más libres, se han usado para desarrolla­r empresas como Apple. En su caso, sucedía que chicos que hasta hacía meses no tenían idea de física, de pronto estaban en la NBA de la disciplina. Él siempre recuerda las palabras de un exdecano de la facultad. En su momento le había dicho: “Sócrates le enseñaba al vulgo y le fue dado Platón. Usted está haciendo lo mismo que él. Les está enseñando a todos y están dando olímpicos”.

El taller ya hacía demasiado ruido fuera de los límites de la universida­d y las autoridade­s finalmente se enteraron de su existencia. Después de muchas idas y venidas, el taller se oficializó. “Ahí apareciero­n otros inconvenie­ntes: porque no quería entrar así nomás a los cánones y a la seguridad que me proponía la normalidad. Tener conductas disruptiva­s en las institucio­nes educativas trae muchos inconvenie­ntes”. Hoy, cuando lo llaman para dar charlas a directivos, una de las cosas en las que hace hincapié es en que cuiden a los profesores disruptivo­s.

Con el tiempo llegaron otros reconocimi­entos más allá del de los alumnos: en 2012, el taller fue declarado de interés nacional por el Senado de la Nación. Y el año pasado, mientras recorría una librería, le llegó un mensaje que le avisaba que el Consejo Superior de la Universida­d lo había declarado doctor honoris causa. “Un honor que todavía me parece mucho solo por ser testarudo y seguir adelante por muchos años a pesar de que no estaba autorizado”, remata.

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Soledad aznarez “Tuve que hackear mis clases y mi forma de evaluar”, dice orgulloso
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Córdoba, junto con sus alumnos, en el anfiteatro de la Universida­d Nacional de Salta
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