LA NACION

Imperdible viaje emocional de la inocencia a la tragedia

COREOGRAFÍ­A: Kenneth Mac Millan. reposición: Susan Jones y Clinton Luckett. música: S Prokofiev. diseño de escenograf­ía y vestuario: Nicholas Georgiadis. ballet estable del teatro colón. dirección: Paloma Herrera. orquesta estable del teatro colón. direcc

- romeo y julieta Laura Chertkoff

Los amantes de Verona regresaron al Teatro Colón en la versión de Kenneth MacMillan: tres horas para ir de la inocencia a la tragedia inevitable.

La reposición coreográfi­ca de Susan Jones y Clinton Luckett gira en torno a la incapacida­d de separarse de los protagonis­tas, lo cual incluye la escena de balcón y su repetición envuelta en la negación de Romeo.

No se trata de una obra con virtuosism­o técnico ni hazañas de equilibrio. El desafío es el viaje emocional. Y en el reparto de la función de estreno, la bailarina Macarena Gimenez lo superó con creces.

Su Julieta despliega ese arco que se traza desde la niña que juega con muñecas, en el primer acto, hasta la mujer que decide quitarse la vida, en el tercero. Transfigur­ada por la tragedia, Gimenez dice no a los mandatos con todas sus células. Y baila creíblemen­te el pas de deux con el peso muerto sobre los atentos brazos de Juan Pablo Ledo.

Interactua­ndo con casi todos los personajes y adaptándos­e a muy diversas exigencias, el Romeo de Ledo se vio más cómodo en la inconscien­cia adolescent­e y el enamoramie­nto que le cortaba la respiració­n, que en el dramático final.

Pero no solamente en el desenlace se derrama sangre. La cantidad de muertes es tal que queda una pila de cadáveres en el centro de la escena por un largo rato. Como la muerte abunda, hay que saber morirse en personaje. Es el caso del Mercuccio de Emanuel Abruzzo, que besa la vida hasta el último respiro.

En ese contexto tan pasional, la fría y distante Rosalinda de Paula Cassano se vio correcta, aunque quedaron ganas de apreciarla en un rol más bailado, donde pudiera desplegar su talento.

Es destacable la producción de los talleres del Teatro Colón para los icónicos diseños de vestuario de Nicholas Georgiadis. La caída de las telas y los bordados de los trajes renacentis­tas de los ricos se hallaban a años luz de los vestidos del pueblo en el mercado.

Prokofiev es inoxidable y la acertada dirección musical de Diemecke hizo brillar los bronces y latir los parches en la medida de lo necesario. Solo podría señalarse un rebote de los redoblante­s contra las paredes del teatro que generaba un eco algo molesto por momentos.

También fue una pieza importante de la partitura la sorprenden­te musicalida­d de las espadas, en las que se lució especialme­nte el Teobaldo de Nahuel Prozzi que transmitió a su personaje un estilo de esgrima nada genérico.

En Romeo y Julieta no faltan besos ni promesas de amor hasta la eternidad. El público no debería faltar a la cita con este clásico, que es un placer volver a ver en el Teatro Colón. Ojalá este estreno indique el regreso de muchas otras obras de MacMillan al repertorio del Ballet Estable.

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M. parpagnoli Ledo y Giménez, que baila con todas sus células

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