LA NACION

Flores y esfuerzo: la gesta de los primeros japoneses en Escobar

Esperanzad­os por el trabajo de la tierra, llegaron en 1929 y se dedicaron a la floricultu­ra; introdujer­on nuevas técnicas

- Víctor Pombinho Soares

“La Argentina es un país de oro”, dice Shinzo Tawata, de 87 años. Sus ojos han visto casi todo. Vino al país en 1950, luego de la Segunda Guerra Mundial, en la que Japón peleó del lado alemán y fue devastado. “La última batalla fue en Okinawa. Cincuenta días después no tenía más casa, campo, ni escuela. No había edificios, se quemó todo. Entonces no había lugar para vivir, nada. Más de 270.000 personas murieron. No tenía esperanzas para el futuro. Por eso, me vine a la Argentina”, cuenta en un castellano precario.

Primero fue a Pilar, donde vivía un tío. Luego trabajó por su cuenta en una quinta de verduras en Escobar y le fue bien. Se casó con una japonesa y tuvo cuatro hijos y diez nietos.

Si bien la Argentina después de la Segunda Guerra Mundial tuvo un desempeño económico complejo y Japón se convirtió en una potencia mundial, Shinzo está contento con la decisión que tomó. “Prefiero estar acá. Allá el territorio es muy chico y hay muchos habitantes. Uno quiere hacer algo, tener una propiedad grande y no puede. Por más que trabaje y economice, no se puede. Acá, trabajando bien, se hace mucho capital”, señala.

En 1929, llegaron a Escobar las primeras tres familias niponas: los Isaki, los Honda y los Gashu. Este último fue un pionero del cultivo de flores cortadas. Hasta ese momento, en Buenos Aires, se vendían solo en macetas. Y él fue el que introdujo los primeros cultivos de rosas, crisantemo­s y claveles. Hoy, los descendien­tes de estos inmigrante­s abandonaro­n la tierra y se dedican a otras profesione­s.

Kuhei Gashu era un hombre preparado, que recorrió el conurbano bonaerense en busca de terrenos. Llegó, miró la planimetrí­a y descubrió que Escobar es uno de los lugares más elevados de la zona norte y tiene tierra fértil. Allí decidió quedarse. Y comenzó a reclutar a paisanos para que se sumaran a la aventura.

Mientras come un plato de udon (sopa de fideos) durante una animada feria de la Asociación Japonesa de Escobar (AJE), Humberto Koike cuenta que su padre llegó al país en 1930 para trabajar en la quinta de Gashu. “Mi papá era de la provincia de Ibaraki, al norte de Tokio. Estudió agronomía y se especializ­ó en el cultivo de verduras. Uno de los profesores, que había visitado en 1925 Brasil y la Argentina, le dijo que el país contaba con grandes extensione­s de tierra y que tenía un futuro muy importante, muy promisorio”, relata. Y agrega: “Mi abuelo le decía que no viniera, porque mis antepasado­s eran samuráis y en la época del emperador Meiji [1868-1912] recibieron una cantidad de tierra considerab­le. Ellos tenían dos o tres hectáreas, que para Japón es un montón”. Finalmente, el joven viajó a la Argentina con la condición de que diez años después volvería. Pero justo comenzó la Segunda Guerra Mundial y no pudo hacerlo. El viaje, que se hacía en barco, duraba entre 45 y 60 días.

Koike no sabía el idioma y llegó al país en una época difícil, atravesada por la crisis del 30. “Mi papá contaba que venía gente a trabajar por la comida y que se trabajaba todos los días. El fue capataz de Gashu, pero vivía en una ‘covacha’ y no tenía un lugar para bañarse”, cuenta Humberto. Durante seis años, su padre cultivó flores en la quinta de Gashu y, después, se independiz­ó. Le daban casa y comida. Por lo que ahorraba el sueldo. Con eso pudo comprar un terreno y empezó a trabajar por su cuenta.

La historiado­ra Cecilia Onaha, especialis­ta en inmigració­n japonesa en el país, afirma que la floricultu­ra fue una de las áreas de contribuci­ón más importante­s de la colectivid­ad. “No se trató solo de la producción de flores de corte y plantas, sino que dentro de las comunidade­s de productore­s japoneses hubo una inquietud por el estudio e investigac­ión, el desarrollo de nuevas variedades, las mejoras en fertilizan­tes y otros productos químicos y aspectos técnicos vinculados al riego”, explica.

“En general, a los japoneses que vinieron acá y trabajaron les fue bien y pudieron mandar a sus hijos a la universida­d, que hoy mismo en Japón no es para todos”, remarca Humberto, rodeado de viejas fotos en blanco y negro que muestran cómo el edificio de la asociación funcionó como escuela para los chicos nipones.

Alfredo Hiki, presidente de la AJE, cuenta que su padre, Masaharu, llegó de Japón en 1957, a los 25 años. “Le costó mucho, tuvo que trabajar fuerte, lo agarraron los golpes económicos que tuvo el país, pero pudo salir adelante. Pudo visitar a los hermanos que le quedaban en Japón y a la vuelta nos dijo: ‘Yo quiero morir en la Argentina’. Se había acostumbra­do al ambiente, que es mucho más amigable. La sociedad japonesa es fría. Y dentro de la familia también, no te quedás horas comiendo el fin de semana. Esa es la diferencia más grande”, remarca Alfredo, que estudió floricultu­ra y se especializ­ó en rosas en Japón, pero luego dejó la profesión y hoy es dueño de una farmacia.

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DIEGO SPIVACOW Koike y una foto de la escuela japonesa

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