El rostro más bello de la cirugía
Katie Subberfield descubrió que su novio la había engañado. Se dirigió a su casa, discutieron amargamente, y ella se exaltó de tal manera que el muchacho llamó por teléfono a la madre para que la ayudase a contenerla. Cuando estaban los tres en el frente, Katie ingresó en la vivienda, caminó hasta el baño y tomó una escopeta de caza. Se sentó, apoyó el cañón del arma en su mentón y disparó. Los primeros médicos que llegaron para atenderla vieron que la cara estaba desfigurada. O ya no estaba. El impacto de bala la había hecho estallar en pedazos: la nariz, la frente y los maxilares habían saltado por el aire, las lesiones cerebrales parecían irreversibles y los ojos se veían salidos de sus órbitas. Trozos de masa encefálica estaban esparcidos en el suelo. Nadie apostaba a que sobreviviera. Tenía 21 años. Un solo rostro había coronado hasta entonces su cuerpo; con el paso de los años, tendría dos caras más.
Katie es la persona más joven en haber recibido un trasplante de cara en Estados Unidos. La historia la cuenta Joanna Connors en National Geographic. El reportaje, un soberbio modelo de crónica e investigación, merece ser estudiado en todas las universidades y escuelas de periodismo.
Cuando llegó a la clínica en Cleveland, Ohio, Katie fue recibida por el doctor Brian Gastman. Una miríada de especialistas trabajó en la extenuante reconstrucción facial . Los médicos dudaron en si iban a tener tejido suficiente para llevar adelante esa tarea. Los daños eran extraordinarios (incluidas las lesiones cerebrales en el lóbulo frontal, el nervio óptico y la hipófisis), solo comparables a los grandes traumatismos que devastan las vidas de quienes combaten en la guerra. Los progresos fueron parciales. En 2017, los médicos decidieron aventurarse a realizar un trasplante.
La mañana de la operación, dos equipos operaron al mismo tiempo: el primero, a cargo de la ablación y el segundo, del implante. Próximos a la mesa de operaciones, otros cirujanos esperaban a que concluyera la extracción de la cara para separar los demás órganos del cuerpo y llevarlos, preservados en soluciones frías, a pacientes que en otros quirófanos aguardaban el corazón, los riñones, los pulmones y el útero. Inclinado sobre el cadáver donante, un cirujano marcó la cara hasta transformarla en una suerte de cartografía quirúrgica: en cada una de esas líneas deberían hundir el bisturí. Con sierras de ultrasonido, osteótomos y otros instrumentos de precisión, los médicos extrajeron córneas, seccionaron maxilares, diseccionaron tejidos y arterias, mientras que en un quirófano contiguo otra parte del equipo quitaba con idéntica minuciosidad el andamiaje facial con que se había reconstruido el rostro de Katie tras el estrago que dejó su intento de suicidio. Una vez que concluyó el proceso de extracción, un asistente depositó la cara inerte en una batea. Entonces, uno de los cirujanos tomó la bandeja y caminó aprisa dirigiéndose al quirófano donde la paciente aguardaba su nuevo rostro. Un enjambre de médicos y asistentes estaban en torno de la camilla donde yacía Katie. Tenían entrenamiento suficiente para que no les temblara el pulso: habían ensayado durante meses el trasplante de caras utilizando cadáveres, en el área de anatomía patológica.
–Katie, vamos a tratarte como a una reina –le dijo el doctor Gastman. Katie sonrió: fue la última vez que su sonrisa se insinuó en ese rostro.
Una vez que hizo efecto la anestesia, comenzó otro extraordinario trabajo de orfebrería de los cirujanos. Cuando acabaron de unir el rostro donado al de la paciente y se reanudó el flujo sanguíneo, la cara cobró de inmediato un tono rosáceo. Había sucedido el milagro de la cirugía.
Lo que siguió tras los días de internación fue un período de recuperación que incluyó un desfile incesante de fisioterapeutas, psiquiatras, acupunturistas, masajistas y un maestro de braille. Katie tampoco conseguía hablar bien: el disparo en su rostro había dañado parte de los músculos y los nervios de la lengua. La voz nasal parecía pertenecerle, como la cara, a otra persona. Durante las madrugadas insomnes o en los momentos en que cedían las demandas, la madre de Katie percibía en su interior un sentimiento de extrañeza.
Un tiempo después, los padres recibieron el llamado de la abuela de la donante, que deseaba conocerla. Después de las presentaciones, Sandra, una mujer vieja que llevaba en la mano un recipiente de oxígeno que le permitía aliviar problemas respiratorios, tomó a la chica de la mano:
–Estás preciosa –le dijo. El rostro de su nieta empezaba a sobreimprimirse en el de Katie. Contó que nunca le había podido contar a su nieto, de 15 años, que el rostro de su madre estaba ahora en el cuerpo de otra mujer.
Katie hoy sueña con ser terapeuta:
–Me ha ayudado tanta gente –dice–. Ahora quiero ser yo quien ayude a los demás.
Nunca le había podido contar a su nieto, de 15 años, que el rostro de su madre muerta estaba ahora en otra persona