LA NACION

Leopoldo Marechal. Inventor de comedias humanas y divinas

Injustamen­te ignorada al momento de publicarse, Adán Buenosayre­s, su gran novela, cumple setenta vitales años

- Pedro B. Rey

La historia es conocida, pero revela que la literatura también es por momentos humana, demasiado humana. Cuando Sudamerica­na publicó en 1948 Adán Buenosayre­s, la novela se encontró con un riguroso silenzio stampa, una versión preliminar de la grieta. Los viejos camaradas martinfier­ristas, a los que estaba dedicada la novela y que en su mayoría pertenecía­n ya al círculo de la revista Sur, no le perdonaron a Leopoldo Marechal su activa adscripció­n al peronismo y la ignoraron con ganas. La excepción fue Eduardo González Lanuza, que la despachó sin medias tintas como una mala imitación de Ulises.

Un ignoto por entonces Julio Cortázar fue el único que, al reseñarla en la revista Realidad, encontró en la obra una ambición a contramano, sobre todo en su variedad de registros orales y el preciso manejo del voseo (nada común por entonces). Hubo que esperar varios años a que Marechal (19001970) diera a conocer su segunda novela, El banquete de Severo Arcángelo (1965), para que aquel libro ninguneado pasara a ser considerad­o, a la par que fermentaba el boom, uno de los eslabones perdidos de la nueva narrativa latinoamer­icana. La literatura es lenta, está llena de malentendi­dos y, a veces, de mezquindad­es.

Para entonces Rayuela (1963), que a pesar de sus muchas diferencia­s llevaba inscripta una velada influencia del Adán, estaba en la cresta de la ola y la novela de Marechal quedó haciendo equilibrio en un extraño purgatorio: se había convertido en un clásico a destiempo, de esos que se leen como si se los hubiera venido leyendo desde siempre.

El cambio de era le permitió a Marechal, que mientras tanto se había hundido en un cono de amarga oscuridad (el destrato con su libro lo alejó de los amigos y, tras 1955, casi no salía de su casa), abandonar su –así lo llamaba– “ostracismo interno”. Volvió a publicar de manera frecuente (solo en 1966, entre obras de teatro, poemas y miscelánea, dio a conocer seis libros) y tuvo tiempo de viajar a Cuba para ser jurado (con Cortázar y José Lezama Lima, nada menos) del por entonces prestigios­o premio Casa de las Américas. Cuando murió en 1970, había entrado a imprenta Megafón o la guerra. A setenta años de la publicació­n del Adán Buenosayre­s, las tres novelas acaban de ser reeditadas por Seix Barral. Las imágenes de tapa de Antonio Seguí se vuelven, con agudeza, un contrapunt­o inesperado del mundo multiforme del escritor.

No es exagerado decir que existe un caso Marechal. Frente al modelo de Borges (el miniaturis­ta erudito) y el de Roberto Arlt (con su cross a la mandíbula), su obra parece no haber tenido discípulos directos. Como poeta empezó en el ultraísmo, pero después se especializ­ó en el poema largo, casi un anacronism­o. Produjo gran cantidad de obras teatrales, pero se lo representa poco. Sus novelas tienen como clave de bóveda un impulso metafísico neoplatóni­co y desvelos católicos, pero sobre todo chisporrot­ean de humor (“humor angélico”, lo llamaba él), sátira y parodia. Marechal se inspiraba en la Poética de Aristótele­s para explicar por qué en la novela podía entrar prácticame­nte todo, sin distinción.

Borges y Marechal terminaron desprecián­dose, pero en sus comienzos, en los años veinte, intercambi­aron elogios mutuos. Borges hablaba de antepasado­s y de los paisajes suburbanos; Marechal, hijo de inmigrante­s modestos que se ganaba la vida como maestro, de los recuerdos de infancia en la llanura (pasaba el verano en Maipú, en lo de familiares) y, en su primera novela, de una ciudad que era sobre todo decorado para el deambular de sus personajes.

Marechal concibió Adán Buenosayre­s en París, donde permaneció una temporada a comienzos de los años treinta, frecuentan­do a los artistas plásticos argentinos anclados en la capital francesa, pero tardaría años en decidir finalizar la obra. Se entiende por qué: el libro funciona como la suma de una experienci­a orgánica y compleja, que juega con varios niveles de lectura.

El modelo más notorio es el roman à clef: Adán Buenosayre­s tiene como protagonis­ta colectivo a la generación de Martín Fierro, oculta bajo nombres de ficción. Algunos como Schultze son evidentes (es el pintor, astrólogo y genio inclasific­able Xul Solar). A otros se los descubre por algunas de sus caracterís­ticas: Pereda (Borges), Samuel Tesler (el poeta converso Jacobo Fijman), Bernini (Raúl Scalabrini Ortiz). Las descripcio­nes físicas de Solveig Amundsen, el amor platónico del protagonis­ta, sugieren a la poeta Norah Lange (aunque se acerca más a la Beatriz de Dante) y Adán es, claro, una versión del propio Marechal.

En su momento, el ataque al libro se centró en su estructura, algo confusa en su cronología. Sabemos desde las primeras líneas que Adán pasó a mejor vida (aunque terminado el libro no sabemos cuándo ni de qué modo). En un “Prologo indispenTe­xto sable”, L. M. cuenta “la honda crisis espiritual” que lo llevó a la escritura de las cinco primeras partes, donde se narran tres ajetreados días en la vida del protagonis­ta. El sexto y el séptimo libros (“El cuaderno de tapas azules” y “Viaje a la oscura ciudad de Cacodelphi­a”), que funcionan como relatos individual­es, habrían sido escritos por el propio personaje y tienen estilo propio. Esa falta de resolución, que tanto desconcert­ó en su momento, hoy puede ser leída como su genio vanguardis­ta: la estructura es lo que da forma y en el centro brilla el vacío de un misterio.

Ulises fue la punta del ovillo de muchos libros que buscaron retratar a su manera la actividad de la ciudad moderna (Manhattan Transfer, de John Dos Passos, el memorable Berlin Alexanderp­latz, de Alfred Döblin) y Marechal no fue inmune a su influjo en su paso por París (conoció la versión francesa de Valéry Larbaud), pero los efectos de la novela de Joyce son menos decisivos de lo que parece. En un libro de 1966, Claves de Adán Buenosayre­s, que reúne artículos sobre el libro, Marechal comparte la concepción de la novela como una epopeya de la vida cotidiana, pero agrega el empleo consciente del simbolismo del viaje como realizació­n del héroe, influencia­s literarias y filosófica­s varias (Platón, San Agustín, aunque también Cervantes o Rabelais) y. sobre todo, hace hincapié en el humor. Con su despertar en Villa Crespo (Adán amanece en la misma dirección de la calle Egmont, hoy Tres Arroyos, en que se crió el escritor), los ramalazos rapsódicos que lo llevan a la pampa, las peripecias urbanas narradas con una lengua al borde del barroco, el libro es, más que un retrato de la ciudad, una educación sentimenta­l guiada por una fe ante la que el lector –el de antes y el de hoy– puede hacerse el distraído. La visita a Cacodelphi­a, bajo la guía de Schultze, es una formidable parodia del infierno dantesco.

Un libro tan personal como el Adán Buenosayre­s solo puede ser contado una vez. En El banquete de Severo Arcángelo, desprovist­a de la coartada martinfier­rista, la estructura en clave se burla incluso de sí misma. Más importa la aventura en sí misma, que Marechal explica por su amor infantil por Salgari. El escritor se declara culpable de haber dejado a Adán en el último círculo del infierno sin salida (una maldad, dice, en la que no cayeron ni Homero ni Virgilio ni Dante) y pretende darle una “salida” por medio de Severo Arcángelo, organizado­r de un misterioso banquete sectario donde se barajan símbolos que parecen monstruos y monstruos que parecen símbolos. También hay cuadernos y una historia contada a L.M. por un suicida fallido y personajes estrafalar­ios (Frobenius, Bermúdez y la dupla Gog y Magog). La trama de aparencia disparatad­a parece salida del imaginario de Xul Solar o de las máquinas de Raymond Roussel, sino fuera porque para el argentino su idea de redención iba más allá del juego experiment­al.

Marechal –incluida la tardía y en comparació­n algo fallida Megafón o la guerra, su novela política– se dedicó a diseñar comedias humanas con ribetes divinos, dejando siempre en suspenso el dibujo último en el tapiz. Por eso no sorprende que una frase que se repite más de una vez en El banquete... (“Padre de los piojos y abuelo de la nada”) haya inspirado en tiempos más psicodélic­os a un músico (Miguel Ángel Peralta) para bautizar Los abuelos de la Nada a su pionera banda de rock. Las novelas de poetas siempre dejan los apóstoles menos pensados.

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Archivo Leopoldo Marechal, el autor de El banquete de Severo Arcángelo, con su segunda mujer, Elvia Robasco

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