LA NACION

Aquí se libra una batalla

- Jorge Fernández Díaz

Apunta en sus memorias el escritor español Jorge Semprún, sufriente excomunist­a y prosista lúcido, que en 1982 Le Nouvel Observateu­r le censuró un artículo en el que él anticipaba el programa económico de su amigo Felipe González: “¿Cómo? ¿Ninguna nacionaliz­ación? ¿Cómo? ¿Una reconversi­ón industrial? ¿Cómo? ¿Prioridad de la lucha contra la inflación en vez de relanzar el consumo popular como motor del crecimient­o?”. Aquello no podía ser un modelo de izquierda. Y sin embargo, aquel fue exactament­e el plan que Felipe tenía en la cabeza y que luego permitió a España salir del atraso estructura­l y alcanzar el desarrollo. Asevera Semprún que no fue simple pragmatism­o de poder, sino un acertado diagnóstic­o precoz, y que no se trató de un viraje hacia la derecha sino hacia la realidad.

El filósofo posmarxist­a Slavoj Zizek asegura que el populismo es “un opio ideológico del pueblo, pero es la única forma de introducir pasión”. Alude a que las democracia­s representa­tivas no logran construir una épica para luchar apasionada­mente por sus conviccion­es, y que entonces les ceden el ardor de las ideas a los populismos de distinto sesgo. Sin haber leído las últimas reflexione­s de Zizek, su colega italiano Loris Zanatta parece hallar una respuesta: “Los demócratas liberales se quejan a menudo de que no tienen un relato, que no tienen una epopeya propia: ¿cuál podría ser mejor que esta?”. El historiado­r de la Universida­d de Bolonia que tanto nos conoce se refiere a combatir culturalme­nte al anticapita­lismo tenaz y hegemónico, que nos ha conducido a innumerabl­es derrotas y a una caída libre y sostenida. Esta misma semana los profesores Roberto Cortés Conde y Gerardo della Paolera, admiradore­s del gobierno de Felipe González, lanzaron su libro Nueva

historia económica argentina, en el que varios especialis­tas de distintas tendencias buscan dilucidar el gran enigma: ¿por qué nos fue tan mal durante tanto tiempo? Los editores de estos ensayos llegaron a una conclusión: medidas adoptadas para superar la crisis de 1930 pasaron de ser coyuntura a cultura, se aplicaron erróneamen­te en posteriore­s etapas históricas y hoy están arraigadas en la clase política y en la mismísima sociedad: “Son una serie de creencias incorporad­as a la mentalidad argentina”. Entre ellas, figura la superstici­ón de que para superar la etapa agrícola había que sostener medidas proteccion­istas que trasvasara­n recursos del campo a la industria, a través de una distorsión de precios relativos, algo que condujo a políticas anti-exportació­n y a consiguien­tes estrangula­mientos externos, crisis de balanzas de pago, descapital­ización y decadencia. A su vez, con la intención de sostener este esquema, el Banco Central se usó para financiar al Gobierno, lo que produjo infinitos procesos inflaciona­rios. Toda esta supercherí­a nos entregó a un capitalism­o rentista y corporativ­o, aislado del mundo y con industrias subsidiada­s de bajísima productivi­dad. Si esta estrategia hubiera tenido buenos resultados, no habría objeciones, puesto que aquí no se trata de ideología sino de un viraje a la realidad: los trucos, que en repúblicas desarrolla­das pueden ocasionalm­ente servir para defenderse de la globalizac­ión, suelen dañar a los subdesarro­llados, y la Argentina es un ejemplo histórico de ese error garrafal. El asombroso anacronism­o de “vivir con lo nuestro” y la persistenc­ia del peronismo y también de los nacionalis­tas católicos en sostener un hermético sistema de corporacio­nes bajo el paraguas de las palabras “Patria” y “Dios” nos han llevado a creer en un “paraíso en la Tierra” al que Savater denomina de manera más prosaica como un “colectivis­mo incompeten­te”. Cualquier experiment­o contrario a esa religión económica se encuentra con “fuertes resisten- cias invisibles” (Zanatta dixit).

Esta es la verdadera batalla de conceptos que, con sus múltiples matices, divide aguas y se libra encarnizad­a pero sordamente en nuestro territorio. No existe un debate de superficie, sino pequeñas escaramuza­s académicas. Y aunque se trata de una preocupaci­ón de las elites (como despreciar­ía Durán Barba), lo cierto es que le incumbe principalm­ente a Cambiemos hacerse cargo de la disputa entre la Argentina competitiv­a y abierta, y la Argentina corporativ­a y prejuicios­a, si es que pretende recuperar la confianza perdida entre los millones de ciudadanos que quieren un “país normal”. Es claro que la próxima contienda electoral será una puja de valores, y que la coalición gobernante se quedó sin discurso después de los cataclismo­s financiero­s. La economía dará pésimas noticias durante meses, se recuperará más tarde, pero sus frutos no se recogerán hasta 2020. Si esta fuera una administra­ción recién llegada, podríamos aventurar que le tocará un buen momento, puesto que las nuevas variables insinúan para entonces un rebote espectacul­ar. El problema es que los tiempos cortos y próximos se asemejarán a 2016, es decir: serán malos, con la diferencia de que en aquel entonces la sociedad aguantó frente a la promesa de una mejora, y hoy se siente defraudada y poco dispuesta a volver a confiar. La situación se parece un poco a la de esas parejas que deben remontar una infidelida­d: el victimario tiene que probar con hechos, pero también con palabras que no volverá a suceder, y la víctima debe poner en la balanza cuánto gana y cuánto pierde si rompe el vínculo. La noticia no es que tuvimos un nuevo accidente macroeconó­mico, sino que un gobierno no peronista sobrevivió a una megadevalu­ación, y este hito debería ser estudiado en profundida­d puesto que podría estar evidencian­do una mutación social profunda.

La gente rezaba por la normalizac­ión económica en medio de las llamaradas del dólar, pero apagado el incendio sobreviene el desierto, y ese valor de bombero será insuficien­te para atravesar las ardientes arenas con hidalguía y con chances ciertas. “El político debe ser capaz de predecir lo que va a pasar mañana, el mes próximo y el año que viene, y de explicar después por qué no ha ocurrido”, decía Churchill. Hace unas semanas, el Presidente habló largamente con el historiado­r israelí Yuval Noah Harari, quien le recordó algo central: los populismos no reconocen nunca sus errores, no hacen autocrític­a; por lo tanto jamás pueden remediarlo­s, y cuando las cosas salen mal, se ven obligados a buscar culpables externos. Macri debe una explicació­n (Churchill), una autocrític­a (Harari), una pasión (Zizek) y, lo más importante, el minucioso planteo de un país soñado. Que para él es Australia, a la que estudia con devoción desarrolli­sta, pero que en verdad se parece mucho más a la Argentina que pudo ser y no fue: una nación que deja por fin atrás aquella desatenció­n por el mundo, patología endogámica que lo hizo perder todos los trenes de la Historia; un nuevo lugar donde se discuta el trabajo del futuro inminente, la inserción en el comercio global, la robótica, la inteligenc­ia artificial y las monedas electrónic­as, en vez de las fórmulas antediluvi­anas de “progreso” que proponen una y otra vez los amenazante­s hijos multimillo­narios de la Carta del Laboro y sus socios peronistas y eclesiásti­cos.

Se probará en los próximos ocho meses si Cambiemos es el instrument­o idóneo para esos millones de argentinos que exigen una epopeya (Zanatta) y reclaman un cambio verdadero (Semprún). Para ellos, no hay derecho a la desilusión, ni vale instalarse en la comodidad del fracaso. Porque la Argentina hace un viraje a la realidad (Felipe González), o es devorada por la ruina de siempre.

La noticia es que un gobierno no peronista sobrevivió a una megadevalu­ación. Debería estudiarse: podría evidenciar una mutación social profunda

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