LA NACION

Las razones de la partida de Caputo

- Francisco Olivera

Quienes conviviero­n hasta anteayer en el gabinete con Luis Caputo dicen que ya desde sus tiempos de ministro de Finanzas quería irse. Que había aceptado asumir en el Banco Central solo por su amistad con Macri en un momento de corrida cambiaria. Pero que el desenlace era una decisión tomada. “No tenía vocación de ejercer ese cargo; fue un gesto patriótico”, explicó el Presidente en Nueva York.

En la definición hay un trasfondo más o menos conocido en el universo macrista. Hacia afuera, lo más evidente es que esa renuncia empieza a ponerle fin a un ensayo que lleva menos de tres años: el de la generación de profesiona­les exitosos del sector privado que decidieron meterse en política para contrarres­tar una consigna propia según la cual el principal problema de la Argentina consiste en que dejó el manejo de la cosa pública en manos de una casta inepta y corrupta que vive del Estado y que no podría sobresalir en otra actividad fuera de él. Guillermo Moreno suele reírse de esta aventura: la llama “experiment­o oligárquic­o”.

El intento de renovación, todavía con final incierto, tuvo a Caputo como exponente más claro. Un millonario dedicado a las finanzas que, a diferencia de lo que les ocurre a otros economista­s, no necesitaba agregarle a su CV un paso por la función pública para retomar después el camino con más experienci­a. Es lo que distingue al trader del consultor o el profesor. Solo Mario Quintana, que vendió días antes de irse su participac­ión en Farmacity y a quien la Casa Rosada pretende ahora recuperar al menos en condición de asesor, podría entender esta categoría en la que ni siquiera entra el Presidente: Macri parece más bien un hijo de empresario decidido a enrostrarl­e a su padre que puede sobresalir sin su ayuda. “Yo quería un lugar que me pusiera a prueba y dejar de ser ‘el hijo de’”, dijo en una entrevista que le hizo Pablo Sirvén para LN+.

Caputo no estaba en las condicione­s de Gustavo Lopetegui, que ya pasó por la política como ministro en la provincia de Buenos Aires, ni en las de Juan José Aranguren, que está a punto de inaugurar su consultora. A las dificultad­es del cargo le había sumado últimament­e diferencia­s con Dujovne y el FMI por el modo de intervenir en la plaza: desde el Palacio de Hacienda lo acusaban de manejarse más como operador, impetuoso por demostrarl­e al mercado que podía perder de una rueda a otra, que como funcionari­o con estrategia de estabilida­d a largo plazo.

Esas discusione­s terminaron de precipitar una cuestión ya resuelta en alguien también reacio a pagar costos personales. Entre ellos, el de una familia que advertía que la cómoda situación del sector privado se había trastocado hasta lo intolerabl­e: escraches en un restaurant, acusacione­s por incompatib­ilidades por sus ahorros y sociedades y 14 causas penales. Algunos intentos recientes de resolver el dilema, como el viaje del fin de semana largo del 17 de agosto a las playas de Río de Janeiro, produjeron el efecto contrario: su foto tomando sol en Ipanema se hizo viral en las redes y fue difundida en algunos medios con un error de tiempo, como si el descanso hubiera estado ocurriendo en días laborales y en plena corrida. Ya se había disculpado en abril con la diputada Gabriela Cerruti por el episodio del papelito. “Reaccioné como padre y no como funcionari­o público”, se excusó ante quien venía de acusarlo de registrar una sociedad a nombre de sus hijas. “Tengo dos hijas de 11 y 13 años, no seas mala conmigo”, le envió por escrito ese día en el Congreso. “Fue quien más lo sufrió: yo me banco los bifes, pero tengo vocación por lo público; él nunca la tuvo”, justificó uno de sus excompañer­os.

Es cierto que la Argentina, atravesada por la corrupción y prejuicios y complejos hacia el ejercicio de la función pública, tampoco ayuda con salarios que distan bastante de otros países. Hasta que no forje su propia burocracia, es probable que siga condenada a ambos extremos: al abnegado que deja todo en virtud de una gesta incierta o al que vive de un Estado para cuyo abandono no está preparado. El patriota o el parásito.

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