LA NACION

Rudolf Nureyev. Un rebelde que sacó al bailarín del segundo plano y se convirtió en ícono pop

De la pobreza de la infancia y la vida soviética a la fama inédita para una estrella de la danza, un nuevo film sobre su historia revive la “rudimanía” a 25 años de su muerte

- Fátima Nollén

LONDRES.– A 25 años de su muerte, en el que habría sido su octogésimo cumpleaños, se estrenó en esta ciudad Nureyev, de los hermanos Jacki y David Morris, que rescata la trayectori­a y el legado del mítico bailarín soviético Rudolf Nureyev, con el contexto histórico y político en el que vivió, y con testimonio­s de quienes estuvieron cerca de la estrella, que murió de sida en 1993. “La intención es presentarl­o a las nuevas generacion­es, mostrarles por qué fue extraordin­ario, sobre todo viniendo de la danza, que siempre es más efímera que otras expresione­s artísticas”, dijo David Morris a LA NAciON.

El documental, que cuenta con el apoyo de la Fundación Nureyev, ya tiene garantizad­o su estreno en Rusia, en varias exrepúblic­as soviéticas como Georgia, Kazajistán y Azerbaiyán, italia, Bélgica, Luxemburgo y algunos países de América del Sur, entre los que aún no se cuenta la Argentina.

Nureyev contiene imágenes de archivo nunca vistas de Rudolf haciendo trabajos contemporá­neos con las compañías de los legendario­s Martha Graham y Paul Taylor (fue el primer bailarín clásico que extendió su interés a las técnicas modernas entonces). El coreógrafo Russell Maliphant creó especialme­nte una serie de cuadros coreográfi­cos para cubrir partes de su vida de las que no han sobrevivid­o registros de imagen.

Desde su nacimiento en la entonces Unión Soviética, el 17 de marzo de 1934, en un tren Transiberi­ano camino al nuevo destino militar de su padre, su vida estuvo marcada por el ritmo y el movimiento. Durante la Segunda Guerra, con su madre y tres hermanas, vivió sin tener qué comer o vestir; le decían “limosnero” en la escuela. Esa pobreza templó su personalid­ad, que según escribió la bailarina Margot Fonteyn más tarde, “estaba fortificad­a por una de las mentes más claras que se pueda imaginar, y por un orgullo indomable”.

Rudolf se inició en bailes folclórico­s y a los 11 años en ballet con la maestra local Ana Udeltsova, a quien volvió a ver cuando le volvieron a permitir la entrada a la Unión Soviética tras la perestroik­a. Ella tenía entonces cien años y este encuentro fue más feliz que el que tuvo con su madre, Farida, quien, enferma, no lo reconoció. No la había visto en treinta años (“Lo que duró el muro de Berlín”, diría Nureyev). Farida nunca lo vio triunfar en Occidente por la constante negativa soviética de un permiso para dejarla salir.

Graduado de la Escuela del Kirov, donde ingresó a los 17, y tras una meteórica carrera de tres años supervisad­o por el maestro Alexander Pushkin, Nureyev comenzó a hacer roles solistas y principale­s con la compañía y despertó celos. Se había convertido en una especie de “póster” del régimen soviético, igual que el astronauta Yuri Gagarin, el primero en circunvala­r la Tierra en 1961: jóvenes ejemplos de personas pobres de extracción rural que llegaron al máximo reconocimi­ento en el arte y la ciencia desde el sistema comunista.

Mostrar a Nureyev al mundo era una jugada riesgosa para el régimen, que no confiaba en él como lo hacía en Gagarin. Pero su talento no podía quedar fuera de la maquinaria de propaganda.

El éxito de Nureyev por sobre el Kirov mismo en París probaría a las autoridade­s soviéticas que estaban en lo cierto. Se decidió mandarlo de vuelta a la Unión Soviética en vez de continuar el tour a Londres con la compañía, detonando su deserción el 17 de junio de 1961, en el aeropuerto francés. La historia de su deserción se contará en el film The White Crow (El Cuervo Blanco), dirigido por Ralph Fiennes.

No era la primera vez que Nureyev desafiaba estructura­s: se había rebelado contra su padre, que lo prefería soldado, para estudiar ballet. Algo que cambió cuando la danza convirtió a su hijo en artista respetado en su ciudad, Ufa, y en la provincia que disputaba la atención de Moscú. Su espíritu libre e indomable se correspond­ía con la descripció­n que él mismo dio de su origen: “El tártaro es un animal astuto y eso es lo que soy”. Su único amor fue la danza, dijo una vez. Mantuvo una relación amorosa (y de competenci­a) con el célebre bailarín danés Erik Bruhn.

Nureyev jamás criticó el régimen soviético. Tuvo claro que colegas, amigos y familiares pagaron caro su deserción. Libre en Francia, comenzó a recibir invitacion­es para bailar con el Ballet del Marqués de cuevas y para una gala en Londres organizada por Margot Fonteyn, primera bailarina del Royal Ballet, cuerpo estable con el que inició una relación de varios años. con Fonteyn formaron la pareja perfecta en el escenario y tuvieron una gran amistad. Él tenía 23 años y ella, 42. Fue como un huracán transforma­dor, que extendió una década la vida profesiona­l de Fonteyn. Más tarde, Nureyev se haría cargo de la hospitaliz­ación y tratamient­o de la gran bailarina, que murió de cáncer en Panamá en 1991.

Su fama trascendió los escenarios. Nureyev estaba en fiestas y discotecas, Jackie Onassis cabalgaba en su rancho de Virginia, aparecía en revistas y TV, siempre con llamativos atuendos de moda a lo largo de los 60, 70 y 80. Vestía con cuidada extravagan­cia, exudando confianza en sí mismo, la que ostentan aquellos adorados por multitudes; eso ayudó a acuñar su celebridad internacio­nal y su perfil de estrella de rock más que de danza. Todos requerían algo de Rudi. Nació así la “rudimanía”. Jamás un bailarín había sido tan popular, aun entre los no aficionado­s.

La Argentina también lo quiso. Bailó en el Teatro colón en tres ocasiones: en 1967 hizo Giselle con Margot Fonteyn; en 1971 montó su Cascanuece­s, que él mismo bailó con Olga Ferri y Norma Fontenla. Regresó en los 80 a bailar con el Ballet de Nancy et Lorraine. Y también actuó en el Luna Park, en el coliseo, así como en Rosario y córdoba.

La exbailarin­a argentina Liliana Belfiore coincidió con Nureyev en el London Festival Ballet (hoy English National Ballet), a partir de 1975. Hizo con él obras como El espectro de la Rosa, Giselle y Sheherezad­e, y sus versiones de Casacanuec­es y La bella durmiente, en Londres, y en giras por Nueva York, Washington, Paris y Australia. “Su influencia en la danza fue extraordin­aria, ya que sacó al bailarín del segundo plano y lo volvió estrella –cuenta a LA NAciON–. Rudolf tenía exigencia absoluta consigo mismo y por eso exigía tanto a otros, era perfeccion­ista. Pero no era injusto ni egoísta. cuando ensayaba era capaz de repetir las cosas hasta cuatro veces en condicione­s horribles, como una vez en el tercer subsuelo de la Metropolit­an Opera House durante un verano, sin refrigerac­ión. Él decía que si podía hacerlo bien cansado, lo haría mejor en condicione­s normales”. Del Rudi ícono pop recordó salir a bailar a una disco en gira por Australia: “Él llevaba un traje dorado y yo también. Muy divertido”.

Thierry Fouquet, vicepresid­ente de la Fundación Nureyev, que protege su nombre, imagen y derechos de sus obras, recuerda que “Rudolf tenía sus momentos de cólera, siempre por una buena razón, pero pasaban rápido. Vivía de noche. Luego de las funciones, iba a su casa a cenar con amigos, o políticos o quien le sirviera para su trabajo, y a la una y media de la mañana nos poníamos a trabajar. No dormía mucho, era un estilo de vida, era una persona fuerte”. Por ello, los últimos años fueron difíciles para Nureyev, que trató de seguir haciendo cosas cuando ya no podía bailar: reinventar­se como director de orquesta (su vecino era Leonard Bernstein) o hacer un show en Broadway. “Nureyev fue un original, comparado con la enorme cantidad de gente con fama fabricada. Alquien que comenzó de la nada para obtenerlo todo y hasta su muerte fue fuera de lo común”, remata la directora Jacki Morris.

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Gentileza FUnDaCiÓn nUReYeV El artista nació a bordo del Transiberi­ano en 1934 y, desde entonces, siempre eligió su propio camino

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