LA NACION

Timothy Garton Ash. “Lanzar discursos de odio no debería ser gratis; tenemos que vivir en común”

civilidad. Estudioso de la libertad de expresión en la era digital, alerta sobre la “sensibilid­ad extrema” de movimiento­s como el #MeToo, y asegura que el periodismo es un “bien público” que debe ser respaldado

- Texto Tamara Tenenbaum | Fotos Hernán Zenteno

“¿L e molesta si le hago una pregunta personal?”, susurra Timothy Garton Ash, formal pero cálido, en el bar del hotel Intersur de Recoleta. Mi apellido le suena a Europa del Este y quiere saber más sobre la comunidad judía en la Argentina; está fascinado con el modo en que está culturalme­nte integrada al país. No es de extrañar: este historiado­r y periodista británico, profesor de Estudios Europeos en la Universida­d de Oxford, ha dedicado su carrera a examinar los desafíos que propone la combinació­n entre la libertad y la diversidad, especialme­nte en lo que respecta a la libertad de expresión. En sus primeros trabajos, el escenario que eligió para estudiar estas disputas fue Europa Central; en su último libro, Libertad de palabra. Diez principios para un mundo conectado

(Tusquets), el lugar donde los conflictos se dirimen es el mundo globalizad­o e interconec­tado de la era digital.

Garton Ash tiene una frase que está en el centro de la argumentac­ión de Libertad de palabra: “civilidad robusta”. Contra las retóricas de la provocació­n y la agresivida­d, argumenta que cualquier cosa, por compleja o polémica que sea, se puede discutir en paz si uno se esfuerza por ser “civil” en este sentido de robustez. Su forma de hablar es una especie de modelo vivo de sus argumentos. Asegura que “corrección política” es un concepto sin sentido, analiza los claroscuro­s del movimiento #MeToo y protesta contra la idea de que el Estado nos diga cómo debemos hablar en una democracia: todo esto, con una cortesía tranquila y amena que invita a analizar sus argumentos con detenimien­to antes de repregunta­r.

Su vuelo no vino de Oxford, donde enseña y escribe (tiene una columna en The Guardian desde 2004 y es un colaborado­r asiduo de The New York Review of Books, además de haber pasado por otros espacios prestigios­os como

The Spectator y The Independen­t), sino de Stanford, California, donde pasó el verano trabajando. Está asesorando a Facebook en sus procesos de apelación y rendición de cuentas ante usuarios. Entre notas, investigac­iones, clases y consultorí­as, se hizo un espacio en la agenda para visitar nuestro país, invitado por el programa Argentina 2030 de la Jefatura de Gabinete de Ministros.

En relación con los límites de la libertad de expresión, usted establece la diferencia entre “daño” y “ofensa”.

Tenemos que defender alguna distinción entre palabras que incitan a la violencia –eso sería daño– y algunas que podrían ofenderme un poco. Porque si no permitimos ningún discurso que ofenda a ninguna persona, va a quedar muy poco de lo que podamos hablar. En algún lugar, en ese espectro entre el daño más obvio y la ofensa más trivial, tenemos que trazar una línea. La pregunta es cómo lo hacemos. Uno de mis principale­s argumentos es que deberíamos usar la ley (la policía, el poder del gobierno) solamente en casos de un daño real, claramente identifica­ble. El resto debería depender de nosotros, escritores, periodista­s, académicos, sociedad civil, gente común en la vida cotidiana. Hacer que sea demasiado incómodo, difícil y costoso esgrimir discursos del odio, pero no que la policía les toque la puerta a quienes lo hagan.

Usted habla en su libro del “veto del asesino” para referirse al modo en que las amenazas pueden funcionar para callar a alguien que desea hablar en público. ¿Cómo se aplica en Internet?

El veto del asesino se da cuando una o varias personas dicen “si decís eso, si publicás eso, si dibujás eso (caricatura­s de Mahoma, por ejemplo), te vamos a matar”, y lo hacen de modo que la amenaza sea creíble. Este tipo de vetos tienen un efecto enorme sobre la libertad de expresión; son un problema que debemos enfrentar por todos los medios. Una de las razones por las que sostengo que el Estado debe enfocarse claramente en el daño serio es que se vuelve tan difícil parar a los verdaderos asesinos que, si tratamos de parar todo lo que es discutible­mente ofensivo, terminamos yendo por las sardinas mientras los tiburones nadan tranquilos. Ese es un tema. El otro tema es qué hacemos con toda esa gente que está diciendo cosas horribles, cada segundo de cada día en Internet. Creo que la respuesta es que somos nosotros los que tenemos que reaccionar; plataforma­s como Twitter, Facebook y Google tienen que hacernos más fácil bloquear y denunciar a esas personas. Tengo colegas que son periodista­s mujeres y de pronto reciben cien o mil mensajes increíblem­ente agresivos, y eso es daño. También tenemos que hacer lo que la mayoría de nosotros ya hace: reconocer que Internet es como un bar a la madrugada en un barrio complicado, con un montón de personas diciendo cosas ofensivas, y que sencillame­nte hay que ignorarlas.

Muchas personas se quejan de que no pueden decir lo que piensan porque las turbas de la corrección política se les vienen encima. ¿Esto se equipara al veto del asesino?

“Corrección política” es un término completame­nte inútil. Es un término puramente ideológico: si viste, por ejemplo, la Convención Nacional Republican­a que nominó a Donald Trump, los oradores solamente tenían que denunciar la tiranía de la “corrección política” para que toda la audiencia los aplaudiera como un perro pavloviano. Yo estoy a favor de muchas cosas que son acusadas de ser políticame­nte correctas, como usar los pronombres que cada uno prefiere usar, aunque creo que sí tenemos un problema real de hipersensi­bilidad. Cualquier insinuació­n de algo que podría ser ofensivo –y este es un gran problema en las universida­des inglesas y norteameri­canas– produce un escándalo. Masas destrozand­o a una persona por una palabra o una formulació­n poco feliz: eso no es un espacio saludable.

¿Los grupos menos privilegia­dos deberían participar del diseño de las legislacio­nes que se supone deben protegerlo­s tanto de la agresión como de quienes quieren callarlos?

Sostengo que una democracia madura no debe regular cómo las personas hablan de otras y de sus diferencia­s (sexuales, étnicas, políticas) por ley. Una de las cosas que tenemos que aprender como ciudadanos es cómo vivir en común y regular nuestras diferencia­s. Así que no pienso que lanzar discursos de odio deba ser gratis: creo que debería haber grandes costos sociales, incluso económicos. Pero no creo que el Estado deba ser como una niñera o un maestro de primaria, diciéndono­s cómo debemos hablar.

Todo lo demás sería juego limpio: si alguien dice algo que es percibido como machista, no habría problema con que mil personas lo ataquen en Twitter.

Mi respuesta, en principio, es que no. Si decís algo polémico deberías estar dispuesto a tolerar la reacción: si no te gusta el calor, no entres a la cocina. Pero igual creo que en Twitter hay reacciones estilo “turba iracunda”. Por ejemplo, el movimiento #MeToo. Creo que es maravillos­o que el movimiento #MeToo esté sucediendo, pero la sensación es que esta sensibilid­ad extrema está clausurand­o debates sobre el tema. Ian Buruma, el editor de la revista New York Review of Books y amigo mío, tuvo que renunciar porque publicó un artículo de un hombre que había sido acusado de abuso. Creo que tenemos un problema si no podemos discutir estos temas ni siquiera al interior de una publicació­n de altísimo nivel intelectua­l; tener voces diferentes, incluso si eso te lleva a cometer errores. Supongamos que hay un hombre –este fue el caso– que fue declarado inocente por la justicia canadiense, pero aun así muchas personas piensan que se comportó muy mal con una mujer o varias mujeres. ¿Ese hombre debería ser persona non grata para siempre? ¿Debería haber algún proceso de rehabilita­ción? En este momento –aunque exagero– es casi como si un acto de mala conducta te condenara para siempre. Obviamente, las cosas han sido injustas en la otra dirección por siglos, de modo que podrías decir que el péndulo va y viene, pero eso podría ser muy duro. Tomemos por ejemplo el caso de Brett Kavanaugh, nominado a la Corte Suprema de Estados Unidos y acusado de abuso sexual. Es una acusación seria, que debe ser investigad­a, pero debería haber algún tipo de debido proceso sobre cómo juzgamos algo que sucedió hace cuarenta años.

El debido proceso penal está regulado legalmente; ¿cómo regulamos una condena social?

Hacemos eso todo el tiempo. Eso es exactament­e lo que significa la civilizaci­ón: regulamos nuestras interaccio­nes. Soy libre de decirte muchísimas cosas que no te digo, porque la civilizaci­ón es exactament­e eso: la libre elección del autocontro­l. Lo que sucede es que ahora estamos en un territorio nuevo y no hemos decidido todavía cuáles son las reglas de la civilidad. Mi frase clave en el libro es “civilidad robusta”. No es civilidad en el sentido de tomar el té con la reina; significa que no hay nada que no se pueda decir, ninguna diferencia que no se pueda articular, pero que hay que encontrar maneras de hablar que abran la conversaci­ón y no que la cierren. Mahatma Gandhi tenía una frase maravillos­a: “Necesitamo­s hablar de forma que se abran oídos, no que se cierren”.

Hablamos mucho de Internet, pero no de las empresas que lo controlan, y que probableme­nte son tan poderosas como los Estados nacionales. ¿Cómo deberíamos regular eso?

Pasé el verano en Facebook, trabajando exactament­e en esa pregunta. Hasta ahora, la posición por

default ha sido que Facebook ha estado tomando decisiones sobre lo que podemos o no decir en Facebook: esas decisiones han sido no transparen­tes e inapelable­s, y la mayoría de las veces han sido tomadas por algoritmos. Facebook ha estado tomando esas decisiones para dos billones de personas: un número sin precedente­s en la historia humana. Como respuesta a esto, el gobierno alemán acaba de aprobar una ley que regula el discurso en Internet, el gobierno británico está a punto de proponer otra, el gobierno francés también. El problema es que esto es exactament­e lo que los autoritari­os quieren: no es ningún accidente que Vladimir Putin haya copiado inmediatam­ente la ley alemana, porque lo que quiere es restaurar el control gubernamen­tal sobre el discurso y destruir las posibilida­des liberadora­s de Internet. La vía media que estoy tratando de encontrar es un camino hacia la autorregul­ación, en el que Facebook, Google, Twitter y demás plataforma­s se vuelvan mucho más claras sobre sus estándares, expliquen con mucha más claridad qué es lo que no está permitido y por qué, y que el usuario pueda apelar. Este año Facebook introdujo por primera vez un proceso de apelacione­s, que se aplica en ciertas áreas y se está expandiend­o a otras. Estoy trabajando en eso ahora mismo. En todo el mundo, el periodismo atraviesa una crisis ética y económica. ¿Le parece que es un bien público y que, como tal, la sociedad civil y los gobiernos democrátic­os deberían respaldarl­o más allá del mercado? Absolutame­nte. El periodismo es un bien público. Uno de los argumentos más fuertes a favor de la libertad de expresión es que la necesitamo­s para gobernarno­s bien. Necesitamo­s conocer los hechos, necesitamo­s saber lo que el gobierno nos oculta, necesitamo­s conocer todas las alternativ­as, y por eso el periodismo es clave para una democracia sana. Por una casualidad maravillos­a, durante los últimos dos siglos este bien público fue proveído por recursos privados: estaba este modelo de negocios, el diario, que tenía a la publicidad por un lado y a los consumidor­es que lo compraban por otro. Ese modelo de negocios fue destruido por Internet, y mi respuesta a tu pregunta es que tenemos que encontrar maneras de sostener este bien público. El periodismo de investigac­ión serio, las noticias internacio­nales, todo eso cuesta mucho dinero. Tenemos un lema muy famoso en inglés que viene de un editor histórico de The Guardian, que decía: “El comentario es libre (free), pero los hechos son sagrados”. Ahora el chiste es que “el comentario es gratis (free), pero los hechos son caros”. ¿Cómo resolvemos esto? Tiene que ser una combinació­n de factores. Si tenés medios públicos genuinamen­te imparciale­s y serios como la BBC, defendelos y duplicá su presupuest­o. Las revistas tienen futuro: la gente va a seguir comprando The New Yorker y The Economist, en papel o en digital. Quizás en 10 o 20 años no haya muchos diarios. ¿Cómo vamos a hacer para proveer las noticias diarias? Creo que el modelo del tercer sector tiene que ser una parte importante de la respuesta. Nos parece normal que una fundación financie museos o universida­des; ¿por qué no debería haber financiami­ento para el periodismo de calidad? No creo que esa sea la respuesta completa, pero es una parte.

¿POR QUÉ LO ENTREVISTA­MOS? Porque es un atento observador de la discusión pública global y, en particular, de su traducción en las redes

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