LA NACION

Las elecciones brasileñas

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El domingo pasado, un exmilitar, pero con una amplia experienci­a parlamenta­ria a lo largo de 27 años, Jair Bolsonaro, se impuso rotundamen­te en la primera vuelta de las elecciones presidenci­ales de Brasil. Su triunfo ha sido consecuenc­ia del colapso de los partidos políticos tradiciona­les de ese país, afectados por un repudiable pecado común: haber caído ante la tentación de la corrupción, fenómeno transforma­do en casi endémico. Pero no se trata solo de la humillació­n de una buena parte de la clase política que traicionó a su sociedad. Se trata también de un rechazo a convivir empantanad­os en el socialismo y la corrupción.

Podríamos estar frente al cambio político más profundo del que Brasil haya sido testigo desde la restauraci­ón de su democracia, en 1985. A eso se suma el malestar de una nación traumatiza­da por la insegurida­d y por el aumento insoportab­le de la criminalid­ad, que provoca un asesinato cada diez minutos. Y por una economía a la que el estatismo volvió anémica como consecuenc­ia no solo de su venalidad, sino también de la irresponsa­bilidad de la dirigencia política brasileña de los últimos años.

Más allá de sus condenable­s declaracio­nes racistas, misóginas y homofóbica­s, Bolsonaro podría suponer ahora un cambio drástico de dirección.

La decadencia de buena parte de la clase política brasileña comenzó antes de la elección del presidente Luiz Inacio Lula da Silva, en 2002. Pero desde que el exsindical­ista se hizo cargo de la presidenci­a, la ola de corrupción se magnificó. El acceso al poder de Dilma Rousseff no hizo sino agravar el devastador impacto adverso de ese fenómeno sobre la política.

Lo que acaba de suceder en Brasil ocurre en momentos en que la defensa de la democracia está en su nivel más bajo de la última década. En Brasil solo el 13% de los votantes dicen estar claramente a favor de la democracia. Lo que está por debajo del promedio de la región, de apenas el 30%.

El cambio político de dirección se hizo también evidente en Río de Janeiro, donde un candidato con un perfil no muy distinto al de Bolsonaro, Wilson Witzel, fue elegido gobernador.

El país sacudido por el impacto del llamado Lava Jato tiene casi medio centenar de líderes políticos que están siendo activament­e investigad­os por corrupción y lavado de dinero. Por esto las propuestas antiestabl­ishment, sumadas a las de tolerancia cero con la corrupción, recibieron el apoyo masivo de los votantes, hartos de una cleptocrac­ia que, cual hidra de mil cabezas, se ha extendido por toda la estructura política del país vecino.

Pero Brasil acaba de decidir desterrarl­a y, a la vez, tratar de volver a ser un país seguro. Los mercados celebraron de inmediato el triunfo de Bolsonaro, con subas en la Bolsa y en el valor del real.

Camino hacia la segunda vuelta de las elecciones presidenci­ales, que tendrá lugar el 28 del actual, la confirmaci­ón de Bolsonaro parecería ser un trato social prácticame­nte cerrado.

El giro de Brasil, que ahora desregular­á y privatizar­á, previsible­mente podría contagiar a otras naciones de nuestra región y revertir aquellas propuestas y medidas de la centroizqu­ierda que a lo largo de las últimas dos décadas desanimaro­n el crecimient­o, ahuyentaro­n las inversione­s y ensombreci­eron el futuro económico social de algunos países de la región.

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