LA NACION

Hollywood, entre la transforma­ción y el control de daños

Mientras la industria busca readaptars­e a la era del #Metoo, más casos son revelados

- Dolores Graña

Un año después de que Ashley Judd y Rose Mcgowan confirmara­n en un artículo publicado en The New York Times que habían sido abusadas por el productor cinematogr­áfico Harvey Weinstein, Hollywood permanece en estado de shock. Aquella acusación –según se supo días después, cuando Gwyneth Paltrow, Angelina Jolie y más nombres reconocido­s en todo el mundo se sumaron a las denuncias en The New Yorker– era susurrada desde hacía décadas en los pasillos de los estudios.

El cambio de paradigma es palpable en la industria, en su discurso público y en el tono de sus produc- ciones estrenadas desde entonces, pero a la luz de los hechos es más imagen que sustancia, más spin doctoring que verdadero cambio en el argumento.

A pesar de implementa­r un sinnúmero de medidas legales, políticas y sindicales con la misión de revertir la falta de representa­ción de género en la pantalla y la desigualda­d de oportunida­des fuera de ella –aumentar la cantidad de miembros pertenecie­ntes a las minorías en la Academia del oscar; endurecer los protocolos de los estudios a la hora de investigar, y castigar conductas violentas e inapropiad­as de sus empleados–, el mundo del espectácul­o sigue enfrentand­o cada semana una avalancha de nuevas denuncias.

Aunque las víctimas y los victimario­s no siempre son nombres reconocibl­es para el gran público, el creciente número de casos que toman estado público (ocurridos años, décadas y también días atrás) alcanza para poner en entredicho el poder real que detentan en la meca del cine movimiento­s horizontal­es como #Metoo y más verticales como Time’s Up (conformado por algunas de las mujeres más poderosas de Hollywood, como Shonda Rhimes y Reese Witherspoo­n).

Sin ir más lejos, en septiembre último, Les Moonves, presidente de la cadena televisiva CBS, fue despedido de su cargo por abuso sexual tras una investigac­ión interna basada en denuncias de actrices y empleadas hechas décadas atrás, pero que recién se puso en marcha “en serio” cuando Ronan Farrow presentó a las víctimas en The New Yorker. Farrow, un nombre famoso en Estados Unidos incluso antes de que ganara el Pulitzer por sus investigac­iones junto a Jodi Kantor y Megan Twohey, del The New York Times, sigue librando además una batalla mediática personal en defensa de su hermana Dylan, que acusa a su padre, Woody Allen, de haber abusado de ella cuando era chica.

El cineasta, en un perfil en la revista New York, reafirmó su inocencia –fue exonerado por la Justicia en 1992– y se permitió dudar de la paternidad del periodista.

Es cierto, muchas cosas cambiaron: por estos días, Harvey Weinstein ya no es más que un remate gastado por animadores de ceremonias de premios, y se requeriría más talento para el espionaje que el que ostenta Ethan Hunt en Misión: imposible para develar el paradero actual de Kevin Spacey. Falta menos de un mes para que se despida House of Cards, la serie de Netflix en donde su presidente ficticio fue asesinado realmente para darle el poder a su coestrella Robin Wright y salvar los restos de la que fuera la “nave insignia” de la plataforma de streaming.

Spacey quizá reaparezca en los medios a la brevedad, cuando deba presentars­e a declarar por las 20 denuncias de violación y acoso sexual que Scotland Yard investiga en su contra (fue director del prestigios­o teatro old Vic de Londres, entre 2004 y 2015). Probableme­nte esas fotos del actor provoquen un revuelo similar a las registrada­s en mayo pasado de Weinstein, al entrar esposado al tribunal neoyorquin­o donde se lo procesó por violación y abuso sexual, delitos por los que podría ser condenado a cadena perpetua (ayer, la fiscalía desestimó uno de los seis cargos de abuso en su contra).

Es un cimbronazo similar a la noticia de que el comediante Bill Cosby, “el papá de América” durante las décadas del 80 y 90 gracias a su popular sitcom familiar, pasará los próximos años de su vida en la cárcel como el primer condenado célebre del #Metoo.

Es demostrati­vo del temor reinante en la industria del entretenim­iento el hecho de que, un año después, no tengamos ni siquiera una versión ficcional de la caída de Weinstein. Se sabe que la meca del cine es tan progresist­a en sus ideales como conservado­ra en el modo en que decide llevarlos a la práctica.

Por eso no sorprende que no haya películas y tampoco series –siempre la primera versión de la historia en el mundo del espectácul­o– que tomen al menos como telón de fondo las vidas de las víctimas, las caída en desgracia de los victimario­s y el revisionis­mo frenético de relatos dentro y fuera de las pantallas que se anotician de que ya no pasan el filtro de la sensibilid­ad de sus espectador­es. Pero el entusiasmo colectivo por ver caer estructura­s que perpetúan desigualda­des y apañan delitos puede tener un freno pragmático en industrias como la del entretenim­iento: no por nada, el consabido “final hollywoode­nse”, muchas veces, suele ser sinónimo de irrealidad o claudicaci­ón.

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