LA NACION

Un gobierno que se balea los pies

- Eduardo Fidanza

Se comprueba día tras día, con desconcier­to en unos casos, con fruición en otros: el Gobierno no deja de cometer inexcusabl­es errores, de aquellos que el lenguaje popular identifica como “no forzados”, utilizando la jerga deportiva. No es el rival quien con su presión provoca el desliz, sino el mismo jugador: el arquero al que se le cuela el débil balón entre las manos, el tenista que golpea una suave pelota con el marco de la raqueta o el maratonist­a que tropieza sin que nadie lo apure. Estos fallos, en efecto, no los precipitan la oposición, la situación económica local o las adversidad­es internacio­nales, se los infringe a sí misma la administra­ción con decisiones y acciones complejas de descifrar en su intención, pero no en sus consecuenc­ias: le provocan mucho daño, hacen dudar de la inteligenc­ia y el deseo de perdurar de quienes las ejecutan. Porque parecen intentos de suicidio en episodios: sucesivas lesiones provocadas por el mismo individuo que al cabo pueden desangrarl­o. Como diría la calle para justificar ese final absurdo: estos son los que chocan la calesita o se balean los pies.

Frente a esos comportami­entos, los analistas políticos suelen caer en un cliché: atribuirlo­s a “errores de comunicaci­ón”. De allí concluyen que corrigiénd­olos se resuelve el problema, posibilita­ndo el regreso al éxito electoral, que es lo que persigue, ante todo, cualquier proyecto político. Sin embargo, ese argumento es falaz porque detrás de la comunicaci­ón, que constituye apenas un resultado, operan factores desencaden­antes que la explican: las intencione­s políticas y económicas, la pertenenci­a e ideología, la consistenc­ia moral y psicológic­a de los que toman las decisiones. La génesis de las erratas debe buscarse allí, antes que en la forma en que se habla o se calla, se muestra o se oculta, se expresan unas preferenci­as u otras. Cabe una hipótesis, utilizando de nuevo el lenguaje llano: a través de sus fallas el Gobierno “muestra la hilacha”, es decir su verdadera naturaleza. Ella, cabe aclararlo, no es a priori buena o mala, sino tal vez inadecuada para el momento que atraviesa la sociedad. El error pocas veces resulta absoluto, es el contexto quien lo define y le otorga entidad.

Por empezar, en el origen de las equivocaci­ones se advierte cierto doblez cínico en la asunción de posiciones, que el habla vulgar llama “si pasa, pasa”. La secuencia del equívoco es esta: se propone con aparente convicción algo capcioso a ver si la sociedad lo tolera, rectificán­dose y pidiendo disculpas en caso de que lo rechace, para proponer con igual convicción una alternativ­a que contradice la anterior. Es la actitud que ridiculizó Groucho Marx: estos son mis valores, pero si no les gustan tengo otros. Desde el principio de la gestión hasta esta semana, con la insólita determinac­ión de cobrar compensaci­ones retroactiv­as por el servicio de gas, el Gobierno repitió demasiadas veces ese extravío, que genera suspicacia­s e incrementa la desorienta­ción social.

Otra fuente de desacierto­s pareciera provenir de sesgos de la clase social a la que pertenecen encumbrado­s miembros de la administra­ción. Es notable: aunque temen ser juzgados como un “gobierno de ricos”, varios funcionari­os tienen dificultad­es para figurarse el modo en que viven los que no lo son, como aquel ministro que a principios del mandato minimizó un drástico aumento de transporte por considerar que “en términos de plata, no fue tanto”. Muchos, con sorna, deslizaron que ese funcionari­o “nunca tomó un bondi”. Puede imaginarse lo que muchísimos más pensaron cuando, en medio del severo ajuste, el Presidente fue a buscar al colegio a su pequeña hija en helicópter­o.

Pero tal vez estas sean cuestiones menores en comparació­n con otra incapacida­d: no entender la diferencia entre público y privado. Este gobierno, formado por personas que provienen del mundo empresario, tiene muchos impediment­os para comprender la naturaleza histórica, sociológic­a y política del Estado. No se sienten cómodos en él, suelen despreciar­lo, les cuesta representa­rlo con el estilo apropiado a una institució­n irreductib­le y distinta de la esfera privada. El embelesami­ento con la política virtual y la planilla de Excel parecen provenir de allí. Pero hay más: la presunta rabieta que llevó al jefe del Banco Central a renunciar el día que el Presidente debía hablar ante las Naciones Unidas –un proceder sin antecedent­es históricos–, compuso una escena patética, acaso posible en el mundo corporativ­o, pero deplorable para quienes poseen la responsabi­lidad delegada de conducir el Estado.

Un gobierno democrátic­o que se balea los pies es una pena en un mundo donde la democracia liberal está en retirada. Porque, aunque las sectas políticas lo discutan, deben reconocérs­ele a Cambiemos dos virtudes más allá de sus yerros: respetar las libertades y garantías constituci­onales, y haber planteado la necesidad de modernizar la economía y la sociedad, un tema que será ineludible para cualquiera que proyecte gobernar este país en los próximos años.

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