Un gobierno que se balea los pies
Se comprueba día tras día, con desconcierto en unos casos, con fruición en otros: el Gobierno no deja de cometer inexcusables errores, de aquellos que el lenguaje popular identifica como “no forzados”, utilizando la jerga deportiva. No es el rival quien con su presión provoca el desliz, sino el mismo jugador: el arquero al que se le cuela el débil balón entre las manos, el tenista que golpea una suave pelota con el marco de la raqueta o el maratonista que tropieza sin que nadie lo apure. Estos fallos, en efecto, no los precipitan la oposición, la situación económica local o las adversidades internacionales, se los infringe a sí misma la administración con decisiones y acciones complejas de descifrar en su intención, pero no en sus consecuencias: le provocan mucho daño, hacen dudar de la inteligencia y el deseo de perdurar de quienes las ejecutan. Porque parecen intentos de suicidio en episodios: sucesivas lesiones provocadas por el mismo individuo que al cabo pueden desangrarlo. Como diría la calle para justificar ese final absurdo: estos son los que chocan la calesita o se balean los pies.
Frente a esos comportamientos, los analistas políticos suelen caer en un cliché: atribuirlos a “errores de comunicación”. De allí concluyen que corrigiéndolos se resuelve el problema, posibilitando el regreso al éxito electoral, que es lo que persigue, ante todo, cualquier proyecto político. Sin embargo, ese argumento es falaz porque detrás de la comunicación, que constituye apenas un resultado, operan factores desencadenantes que la explican: las intenciones políticas y económicas, la pertenencia e ideología, la consistencia moral y psicológica de los que toman las decisiones. La génesis de las erratas debe buscarse allí, antes que en la forma en que se habla o se calla, se muestra o se oculta, se expresan unas preferencias u otras. Cabe una hipótesis, utilizando de nuevo el lenguaje llano: a través de sus fallas el Gobierno “muestra la hilacha”, es decir su verdadera naturaleza. Ella, cabe aclararlo, no es a priori buena o mala, sino tal vez inadecuada para el momento que atraviesa la sociedad. El error pocas veces resulta absoluto, es el contexto quien lo define y le otorga entidad.
Por empezar, en el origen de las equivocaciones se advierte cierto doblez cínico en la asunción de posiciones, que el habla vulgar llama “si pasa, pasa”. La secuencia del equívoco es esta: se propone con aparente convicción algo capcioso a ver si la sociedad lo tolera, rectificándose y pidiendo disculpas en caso de que lo rechace, para proponer con igual convicción una alternativa que contradice la anterior. Es la actitud que ridiculizó Groucho Marx: estos son mis valores, pero si no les gustan tengo otros. Desde el principio de la gestión hasta esta semana, con la insólita determinación de cobrar compensaciones retroactivas por el servicio de gas, el Gobierno repitió demasiadas veces ese extravío, que genera suspicacias e incrementa la desorientación social.
Otra fuente de desaciertos pareciera provenir de sesgos de la clase social a la que pertenecen encumbrados miembros de la administración. Es notable: aunque temen ser juzgados como un “gobierno de ricos”, varios funcionarios tienen dificultades para figurarse el modo en que viven los que no lo son, como aquel ministro que a principios del mandato minimizó un drástico aumento de transporte por considerar que “en términos de plata, no fue tanto”. Muchos, con sorna, deslizaron que ese funcionario “nunca tomó un bondi”. Puede imaginarse lo que muchísimos más pensaron cuando, en medio del severo ajuste, el Presidente fue a buscar al colegio a su pequeña hija en helicóptero.
Pero tal vez estas sean cuestiones menores en comparación con otra incapacidad: no entender la diferencia entre público y privado. Este gobierno, formado por personas que provienen del mundo empresario, tiene muchos impedimentos para comprender la naturaleza histórica, sociológica y política del Estado. No se sienten cómodos en él, suelen despreciarlo, les cuesta representarlo con el estilo apropiado a una institución irreductible y distinta de la esfera privada. El embelesamiento con la política virtual y la planilla de Excel parecen provenir de allí. Pero hay más: la presunta rabieta que llevó al jefe del Banco Central a renunciar el día que el Presidente debía hablar ante las Naciones Unidas –un proceder sin antecedentes históricos–, compuso una escena patética, acaso posible en el mundo corporativo, pero deplorable para quienes poseen la responsabilidad delegada de conducir el Estado.
Un gobierno democrático que se balea los pies es una pena en un mundo donde la democracia liberal está en retirada. Porque, aunque las sectas políticas lo discutan, deben reconocérsele a Cambiemos dos virtudes más allá de sus yerros: respetar las libertades y garantías constitucionales, y haber planteado la necesidad de modernizar la economía y la sociedad, un tema que será ineludible para cualquiera que proyecte gobernar este país en los próximos años.