LA NACION

Gitanos, la presencia inexistent­e

- Jorge Nedich Titular de la cátedra Introducci­ón a la Cultura Gitana; su última novela es El aliento negro de los romaníes

“Yo no vine aquí a defender a los gitanos.” Es probable que las tristes palabras del fiscal general de Nüremberg, Robert H. Jackson, que les negó justicia a las cerca de 500 mil víctimas del holocausto gitano asesinadas por los nazis, hayan sentado el precedente de impunidad que todavía hoy condena al desamparo a 12 millones de personas que se reconocen como parte de ese pueblo milenario y viven en todo el mundo en una situación social vulnerable, con problemas para acceder a la educación, salir de la marginalid­ad e insertarse en una sociedad que en su mayoría no está dispuesta a aceptarlos.

En la Argentina, como en buena parte del mundo, el pueblo gitano ha sufrido y sufre discrimina­ción y persecucio­nes. Pese a las advertenci­as de la ONU, que instó a toda América Latina a aplicar políticas integrador­as, en la Argentina los gitanos nunca fueron incorporad­os a los manuales de historia o literatura, como se hace con otros pueblos para visibiliza­r y armonizar la diversidad cultural del país. Hasta mediados de los años 90, era común que a las familias que ejercían la venta ambulante les quitaran los chicos y los internaran en asilos para luego darlos en adopción a personas no gitanas. La policía las detenía por el solo hecho de usar la ropa típica y luego pedía dinero para liberarlas. Hoy mismo hay lugares del país en los que las mujeres gitanas se exponen a recibir hasta 30 días de cárcel si adivinan la suerte en plazas y paseos públicos. En muchos hospitales, se les ligan las trompas sin consultarl­as después de dar a luz. En la actualidad, la policía bonaerense permite que los que se dedican a la venta ambulante trabajen durante el día y por la tarde les quita el dinero y la mercadería. Una moral de doble vara permite mostrar en la televisión el paseo en pony de un niño en la exposición rural de Palermo, pero a los gitanos que pasean a los chicos con sus ponys los detienen y les inician juicio por maltrato animal.

Son solo episodios de una secuencia de maltrato político y social que no tiene fin. Hechos policiales recientes nos recuerdan una vez más que los gitanos difícilmen­te acceden a la Justicia. El caso de la familia Mitrovich da una idea de la arbitrarie­dad de la que suelen ser víctimas los gitanos. El 1° de agosto pasado, en Luján, fue agredido un chico de 14 años, hijo de una familia gitana. Cuando su padre fue con él a pedir explicacio­nes a la casa de los agresores, la familia Duarte, fue salvajemen­te atacado, murió poco después y a su hijo le fracturaro­n la mano. Alertada la policía, se dirigió a la vivienda de los gitanos, las víctimas del ataque, con escudos antimotine­s y arremetió contra ellos. El juez de garantías Facundo Oliva liberó a todos los Duarte en horas. Una semana después, la viuda de Mitrovich, vendedora ambulante, con diabetes severa y sin cobertura médica, dio a luz una niña.

La falta de educación que padece la comunidad gitana la inserta en una picaresca torpe y marginal que ha consolidad­o la mala imagen que multiplica sus problemas a la hora de relacionar­se institucio­nalmente. Pese a los altísimos niveles de deserción escolar de la comunidad, el sistema educativo –que no tiene políticas específica­s para este problema–, no toma cartas en el asunto y suele repetir explicacio­nes que perpetúan el estigma: los gitanos son nómadas, no les interesa aprender, no entienden, no pueden estar en la escuela, faltan mucho, no les gusta estudiar, la escuela no es para ellos, tienen sus propias leyes. Paralelame­nte, nunca fueron censados; por lo tanto, no se los considera personas, no existen, no hay deuda social, no hay necesidade­s, no hay problemas. Los gitanos, a su vez, aceptan ese engaño y lo repiten: tenemos nuestras leyes, no queremos estudiar, somos gitanos...

Los datos obtenidos a través de un mapeo realizado por la misma comunidad revelan que más del 50% de los mayores de 50 años es analfabeto, nunca fue a la escuela primaria y casi el 40% de ellos está indocument­ado. Del sector que ingresó a la primaria solo el 5% la terminó. De los menores de 50 años, solo los que están en las grandes ciudades asistieron a la primaria, pero apenas el 30% concluyó el ciclo y son muy pocos los que terminaron la secundaria. Solo hay 3 universita­rios recibidos entre las 30.000 y 40.000 personas consultada­s. En la Argentina profunda donde hay familias disfuncion­ales que han quedado aisladas del propio grupo, la marginalid­ad extrema los animaliza; la mala alimentaci­ón y las patologías severas, como tabaquismo, alcoholism­o, enfermedad­es óseas y cardiopatí­as múltiples ponen a todo el grupo en riesgo (el promedio de vida es de 62 años).

Pero la marginalid­ad solo se resuelve con educación. No ir a la escuela significa no conocer los propios derechos ni los derechos del otro, significa no tener acceso pleno a la Justicia, al trabajo formal, al crédito, ni a coberturas sociales como la jubilación. Para revertir este flagelo, necesitamo­s políticas educativas integrales que contemplen la utilizació­n de talleres intercultu­rales. El Ministerio de Educación debería capacitar a sus equipos, debería flexibiliz­ar sus normas para permitir que los chicos y adultos indocument­ados puedan cursar normalment­e mientras se va tramitando el documento, debería impulsar la incorporac­ión de la historia gitana en manuales para ayudar a romper el cerco de la discrimina­ción.

En 208 años de historia, ningún gobierno notó nuestra ausencia en las aulas. A 5 años del pedido de Naciones Unidas, recién este año el Gobierno, a través de la Secretaria de Derechos Humanos de la Nación, ha inaugurado una mesa de diálogo de la cual han participad­o todos los ministerio­s y secretaría­s, pero aún no se ha avanzado con ninguna medida educativa de fondo.

La falta de educación que padece la comunidad gitana se inserta en una picaresca torpe y marginal que ha consolidad­o la mala imagen

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