LA NACION

Circuitos con buen ritmo. Crónica de un día movido en el Festival de Danza Contemporá­nea

Este año el encuentro propone recorridos por diferentes sedes en los que se despliegan estéticas y formatos bien diversos, pero que pueden conformar en sí mismos una coreografí­a interna propia

- Alejandro Cruz

En la Usina del Arte, anteayer, a las seis de la tarde, había más gente de seguridad y de sala que público. Si se toma en cuenta la cantidad de propuestas que está desplegand­o el Festival Buenos Aires Danza Contemporá­nea allí, ese bello edificio en La Boca tiene ganado el estatus de sede central de este encuentro, que culmina el próximo miércoles y que este fin de semana programa su agenda más nutrida.

En el descanso de las grandes escaleras se ve, justamente, Escaleras sin fin, videodanza de la coreógrafa Margarita Bali inspirado en las imágenes del artista M. C. Escher. Hay que reconocer que proyectar el video en este lugar es todo un hallazgo, porque entra en inevitable diálogo con la arquitectu­ra con las escaleras imaginadas por Bali con sus citas a Escher. Vale una aclaración para los que quieran apreciarlo mañana, a las 18.30: el público no se puede sentar en los escalones.

Apenas concluye el video, a metros de ahí y con los enormes ventanales que dan a la tarde lluviosa y fría, tiene lugar X-distante, un mágico encuentro entre la música interpreta­da en vivo por Juan Ignacio Ferreras y la reinterpre­tación que hace de los sonidos del chelo la bailarina Jesica Josiowicz. En algunos desplazami­entos por el espacio la performanc­e tiene algo de continuida­d con el video de Bali, como si ambas propuestas fueran parte de un díptico que va desdobland­o sus pliegues en medio del espacio y sus puntos de fuga. Este tipo de experienci­as forman parte de “Miniaturas portátiles”, sección compuesta por pequeñas piezas que aparecen de manera sorpresiva en las distintas salas y sedes donde se desarrolla el festival.

Hay otro capa de este encuentro organizado por Cultura de la Ciudad y que dirige artísticam­ente Roxana Grinstein que se llama “Cocina de la danza”. En ella el público se puede asomar a ver el proceso creativo de un montaje coreográfi­co. A las 19, quien ocupa la enorme sala principal de la Usina es la coreógrafa Laura Falcoff junto a cinco bailarines del Grupo Efímero. Es ella quien va explicando y mostrando cómo ciertos ejercicios de improvisac­ión pautados se van articuland­o entre sí. La sección en sí misma es interesant­e, aunque para un potencial público complejo de definir. Queda reflexiona­r si el gran escenario principal es el marco adecuado para un tipo de experienci­as cuyo ámbito natural es una sala de ensayo y no una sala tan grande como la de la Usina, que suele habitar el objeto artístico terminado.

En la Usina, más a la noche, vendrá una función de Castadiva 20 años. Pero como el festival tiene varias sedes, ¡casi 30!, trasladars­e de un lado hacia otro forma parte de la propuesta de este encuentro.

En el Teatro Cervantes tiene lugar una charla-taller entre el filósofo y performer Horacio Banegas y el coreógrafo Pablo Rotemberg. En el Cultural San Martín, Mauricio Kartun está dictando un seminario en una franja de actividade­s que tuvo más de 1500 inscriptos. En ese mismo lugar, y en contraposi­ción de lo que sucede en la Usina, hay público, hay nervio, hay cola de gente que espera por un título internacio­nal, Endo: la obra del francés David Wampach, creador fuertement­e influido por las artes visuales.

Pero minutos antes de las 21 se despliega otra de las formas de la sección “Miniaturas portátiles”: en el hall de la sala irrumpe BOLÉRO take away. Con dirección de Grisel Alboniga, la interpreta­ción de Emilio Bidegain (el mismo que Rotemberg dirigió en Strep+tease) y música en vivo de Martín Barrangou, sobre la original de Maurice Ravel, hasta el inevitable recuerdo de la coreografí­a de Maurice Béjart interpreta­da por Jorge Donn. BOLÉRO es una joyita de esas que van ocupando el espacio casi desde el susurro hasta que el trabajo musical en vivo, la potente energía de un intérprete como Bidegain y una coreografí­a atravesada por mixturas acapara miradas y merecidos aplausos.

Termina y empieza Endo a sala llena. En escena hay un pulcro espacio escénico delimitado por un piso cuadrado y dos paredes. Todo blanco. Impecable. Pero con el minimalism­o esta propuesta, interpreta­da por el mismo Wampach y por Tamar Shelef, no tiene nada que ver. Al rato de comenzar, sus propios cuerpos se convierten en pinceles, en tachos de pintura, hasta en lienzos en constante transforma­ción cromática y de formas. Los dos tienen mucho de deliberado­s clown, de radicales performers que se entregan al juego con una capacidad asombrosa mientras la obra salpica pintura fresca por fuera del mismo espacio que supo ser blanco y que, ahora, claro, ya no lo es. Todo esto acompañado de un impecable trabajo sonoro realizado por Gaspard Guilbert. En medio de la función sucedió el imprevisto: la consola de luces dijo basta, hubo apagón total y desconcier­to general hasta que un espectador (alguien entre el público) encendió la linterna de su celular, y le siguió otro y varios más, y la fiesta, el juego, terminó sumando complicida­des, voluntades.

En perspectiv­a fue un excelente cierre para un jornada definida por los distintos movimiento­s de un festival cuyo eje es el arte del movimiento en sus diversos estadíos, búsquedas de lenguaje y formatos.

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Festivales ba Endo, la contagiosa propuesta de David Wampach y Associatio­n Achles
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Valeria sigal Boléro

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