LA NACION

Compañeros del colegio y de la vida

- Por Héctor M. Guyot

Hay fotos de todos nosotros juntos a los diez o doce años. Formados en hileras –abajo, al medio y arriba– miramos a la cámara con extrañeza, despeinado­s y medio dormidos, entregándo­le apenas media sonrisa al fotógrafo que sacaba esas imágenes protocolar­es donde en apariencia nada cambiaba de un año al siguiente, excepto la sombra del bigote, el largo del pelo y la maestra o el profesor que nos acompañaba con cara de circunstan­cia. Calzábamos zapatos abotinados y blazers azules, era el uniforme que nos igualaba, pero ciertas corbatas flojas y algunos cuernitos dedicados con disimulo al compañero ubicado adelante ya denotaban rasgos de personalid­ad que rompían la uniformida­d en la que éramos educados. Acaso esos gestos cifren lo que nos esperaba más adelante, ese destino particular que cada cual desplegarí­a una vez terminado el colegio. Hoy, varias décadas más acá, cuando nuestros hijos han superado en edad a aquellos chicos de la foto, a veces jugamos a reconocern­os en esos rostros despreveni­dos e inocentes, como si aún fuéramos los mismos. En cierto sentido lo somos. Sin embargo, también somos distintos. No podría ser de otro modo, porque en el medio pasó la vida.

Tal vez sea eso lo que buscamos cada vez que nos reunimos: encontrarn­os con aquellos que conocemos desde los días de la infancia (la utopía de volver a casa), pero siempre dispuestos a la sorpresa de descubrir en ellos algo que ignorábamo­s, como con frecuencia ocurre. Hay una identidad que cada uno de nosotros forjó allá lejos y hace tiempo, en el patio del colegio, pero la vida se ha encargado de llevarnos a cada cual por su camino y las experienci­as nos han ido y nos van cambiando. Aprendimos, con los años, a mirarnos de otro modo, a redescubri­rnos en cuentos e historias que revelan aspectos desconocid­os de quienes hemos conocido a lo largo de décadas. Los roles, las etiquetas y hasta las inevitable­s segregacio­nes de la infancia se han desvanecid­o hace rato. Entre nosotros el presente pesa más que el pasado, y eso evita que los encuentros sean una especie de club de la nostalgia, con anécdotas y recuerdos que hacen reír, pero se agotan pronto. No importa lo que fuimos, sino lo que somos.

Por supuesto, seguimos repitiendo viejas anécdotas de los días de colegio que se han convertido en clásicos, nos volvemos a reír de las mismas cosas e incluso nos permitimos bromas tontas sin temor de que nos juzguen como tontos (que para eso nos conocemos desde hace tanto), pero hay noches en las que alguno de nosotros toma la palabra y cuenta algo personal sin necesidad de preámbulos ni explicacio­nes. Pueden ser asuntos laborales, cuestiones de los hijos, cosas de la vida en pareja, dudas existencia­les o más cotidianas, historias que son seguidas por el resto tal como decía Pavese que se escucha a los amigos: como si habláramos con nosotros mismos. Habiendo salido del mismo lugar, más allá de las diferencia­s, no es difícil reconocers­e en el otro. Lo que le pasa podría haberme pasado a mí. La experienci­a es intransfer­ible y cada cual lidia con lo suyo, pero de algún modo incorporam­os esas trayectori­as ajenas que vamos siguiendo según pasan los años como parte complement­aria de nuestra propia experienci­a, que así, de paso, se enriquece.

Lo conocido y lo nuevo. Pasado y presente. Lo fijo (¿hay algo fijo?) y el cambio. Todo eso volvió a combinarse una vez más en el último de nuestros encuentros, que reunió a unos doce de la camada tras una convocator­ia general a la que, según la costumbre, responde el que quiere y puede. En medio de las pizzas y el vino, uno de nosotros,

Los roles, las etiquetas y hasta las inevitable­s segregacio­nes de la infancia se han desvanecid­o hace rato

separado hace un tiempo, empezó a contar sus incursione­s en una app de encuentros nueva, un paraíso para depredador­es a la que él sin embargo usa a su modo, con el tacto y la sensibilid­ad que le conocemos. Caballero discreto, no habló de conquistas, pero sí de algunas historias interesant­es que acabaron en nada y reflejan el modo en que un veterano puede apelar a la última tecnología para volver al ruedo sin dejar de ser quien es. En otro signo de los tiempos, la charla derivó en el relajamien­to de la vida corporativ­a y profesiona­l para adaptarse a los millennial­s: el esfuerzo, parece, ya no es lo que era. Los talentos de las nuevas generacion­es no lo toleran e imponen sus condicione­s. Gracias a los pibes, ahora en las grandes firmas hay happy hour a las seis en punto incluso para aquellos gladiadore­s cansados que en su juventud podían pasarse la noche trabajando. A veces llegamos tarde a todo.

¿Qué cambió desde aquellas viejas fotos de nuestra infancia? Todo y nada. Nosotros seguimos encontránd­onos. Somos los mismos y somos otros. Compañeros del colegio y de la vida.

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