LA NACION

La dinámica del odio que acorrala a la democracia

La percepción de fracaso nos polariza y el voto ya no está tan influido por las preferenci­as programáti­cas como por el deseo de identifica­r y castigar a los culpables

- Rodrigo Zarazaga

Brasil eligió a Bolsonaro desde su propia crisis. En la Argentina, las aventuras de este tipo todavía parecen lejanas, pero si la pobreza siguiera en aumento, el descontent­o podría radicaliza­rse

En 1929, Harold Hotelling hizo notar que en elecciones mayoritari­as los candidatos tienden a converger en sus plataforma­s políticas. Esta observació­n dio pie a que, en 1957, Anthony Downs formulara el teorema del votante mediano. Este teorema, bajo los supuestos de que los votantes deciden su voto de acuerdo con un solo tópico y de que pueden ser ordenados espacialme­nte en una línea de mayor a menor según sus preferenci­as en ese tópico, predice que los candidatos en campaña convergirá­n en una plataforma de centro. Por ejemplo, si asumimos que los votantes deciden a qué candidato votar de acuerdo con el grado de redistribu­ción que estos prometen, entonces supondremo­s que podemos ordenar en una línea continua –de izquierda a derecha– a todos los ciudadanos, comenzando por los que prefieren una total redistribu­ción hasta llegar a los que prefieren la menor distribuci­ón posible. Además, asumiremos que estos votarán al candidato que esté más próximo a su posición en esa línea. En caso de que hubiera dos candidatos y se ubicaran en los extremos opuestos de la línea, la elección resultaría empatada porque cada uno recibiría la mitad de los votos que hay desde el centro de la línea hasta su propia posición en el extremo. Lo relevante es que, según el teorema, esta situación llevaría a los candidatos a moverse un poco hacia el centro para aumentar su porcentaje de votos. Por ejemplo, si el candidato situado a la extrema derecha se mueve un poco a la izquierda, los votantes a su derecha lo seguirán votando, pero habrá ganado algunos votos a la izquierda del centro de la línea, con lo que se asegura la elección. Claro que, advirtiend­o esto el candidato de la izquierda, imitará a su contrincan­te y se moverá, como en espejo, hacia la derecha. El proceso se repetirá por el afán de triunfo de ambos candidatos y, según la teoría, terminarán compitiend­o por ocupar el centro exacto de la línea, dado que es la posición que asegura más votos.

En la actualidad, este teorema pareciera ser el aplicado por el Peronismo Federal, o no kirchneris­ta, para posicionar­se en la arena electoral. Aseguran que el oficialism­o se enclaustró en los dirigentes de Pro y las recetas del FMI, sin diálogo con el resto de los actores, y que, en el otro extremo, Cristina Fernández de Kirchner se encapsuló en La Cámpora y su discurso incendiari­o. Con los dos últimos presidente­s fijados en los extremos opuestos, habría espacio para que un peronismo amplio no kirchneris­ta se ubicara en el centro y conquistar­a una porción mayor del electorado. Sobre todo si se tiene en cuenta que la crisis económica lastima al oficialism­o y la causa de los cuadernos, a la oposición kirchneris­ta. Sin embargo, hasta ahora, las encuestas no respaldan el entusiasmo centrista. El peronismo no kirchneris­ta no alcanza hoy los números de Cristina Kirchner, como bien se lo recordó ella misma en el Congreso cuando se discutían los allanamien­tos.

¿Por qué falla nuestro teorema aquí? Nuestra sociedad, bajo la lobreguez de las crisis recurrente­s, teme que su fracaso sea irremediab­le. “No salimos más” es hoy un lugar común. Esta percepción de fracaso impulsa la búsqueda de culpables y es capaz de desatar una dinámica de aversión en la que no son tan relevantes las preferenci­as redistribu­tivas del votante como su sed de castigar a los culpables. El voto puede hoy estar más influencia­do por la distancia que el votante desea tomar de quien considera culpable que por otros aspectos más programáti­cos. El fracaso, que por reiterado se adivina irreversib­le, nos polariza.

Si algunos votantes se sienten alienados del sistema político, o al menos impugnan a parte de él, entonces el supuesto de que los votantes deciden su voto de acuerdo con su proximidad a los candidatos en una línea de izquierda a derecha no se cumple. En la realidad argentina el teorema parece de difícil aplicación simplement­e porque muchos votantes no están dispuestos a votar por un candidato determinad­o, más allá de cuánto se les acerque este, simplement­e porque descreen de él o de todo el sistema político.

Hay un 35% de la sociedad que está fuera del sistema. Aun si el país se reactivara, no accedería a empleos dignos ni a un aceptable bienestar social. En esa porción más pobre del país, que se siente más alienada del sistema, está el voto duro por Cristina Kirchner. Preocupada por necesidade­s básicas como alimentars­e, esa fracción descree de los cuadernos o no le importan. Según una encuesta realizada por el Centro de Investigac­ión y Acción Social (CIAS), el 60% de los votantes en villas y asentamien­tos del conurbano y el 64% de quienes reciben planes votaron a Cristina Kirchner en 2017. No importa quién se les acerque a decirles qué, los votantes de este sector están con Cristina porque, condenados a la pobreza, descreen del sistema, pero recuerdan que con ella estuvieron mejor.

La aplicación a la realidad de nuestro teorema tiene aún otra complicaci­ón. Un sector de los votantes del oficialism­o tampoco decide su voto únicamente por su posición de centro o derecha en la línea de preferenci­as redistribu­tivas. Su voto está también determinad­o por la negación de legitimida­d al sector que considera esclavizad­o por las dádivas del clientelis­mo, y no está dispuesto a votar a los candidatos que representa­n a ese sector, sin importar lo que prometan. Argumentan, a menudo, que de treinta y cinco años de democracia, el peronismo gobernó veinticinc­o y estamos peor. Aunque no sea el motivo principal de su animadvers­ión, la causa de los cuadernos aumenta la virulencia de esta negación de legitimida­d.

De este modo, la línea en la que se distribuye­n los votantes, y que el teorema asume continua, aparece quebrada por el eje de a quiénes atribuimos culpabilid­ad o legitimida­d. El centro del espectro sufre, en consecuenc­ia, parafrasea­ndo a Tulio Halperin Donghi, una larga agonía. La ancha avenida del medio es, quizás, solo un escueto callejón. Pareciera que nos encaminamo­s a una reedición del clásico electoral entre los extremos.

En otros países el desencanto también ha llevado a la polarizaci­ón e, incluso, al triunfo electoral de candidatos llegados por fuera del sistema político. Estados Unidos eligió a Donald Trump cuando tomó conciencia de que el país ya no era el líder mundial de otrora. México eligió a Andrés López Obrador cuando el PAN no fue la alternativ­a que prometió frente al PRI. Brasil eligió a Bolsonaro desde su propia crisis. En estos países, el centro también se desdibujó, y pobres y desemplead­os y todos los que dejaron de creer en el sistema político buscaron candidatos en los extremos.

En la Argentina, las aventuras de este tipo todavía parecen lejanas. Sin embargo, si el sistema político no arribara a soluciones económicas y la pobreza siguiera en aumento, el descontent­o podría radicaliza­rse y llevarse puesto no solo al oficialism­o, sino a toda la clase política. El arco peronista correría el riesgo de ser considerad­o cómplice de una desestabil­ización, más allá de que lo fuera o no. En el peor escenario, el del caos, la pobreza, el hambre y la destrucció­n de valor llegarían a lo intolerabl­e y de ahí podría emerger cualquier candidatur­a; incluso la de un famoso con posiciones extremas. Esas aventuras son peligrosas, por lo que sería bueno que el sistema político apuntara a no fragmentar aún más a los argentinos y, especialme­nte, a buscar cómo integrar al tercio de la población más vulnerable. La dinámica de la aversión no solo polariza, también atenta contra la democracia.

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