LA NACION

En el acceso al saber no debe haber barreras objetivas ni simbólicas

- Mariano Narodowski Profesor de UTDT y Cofundador de Pansophia Project

¿Alguien puede aceptar que los niños que en la Argentina habitan en hogares pobres e indigentes merezcan vivir en esas penosas condicione­s? Según el Barómetro de la Deuda Social de la Universida­d Católica Argentina, el 50% de los chicos no tienen acceso a bienestar, agua potable, nutrición ni vivienda adecuada, entre otros elementos esenciales. Tal vez alguien podría afirmar que los padres son responsabl­es de la situación de sus hijos. No estoy de acuerdo, pero no hace al caso: los padres tendrán responsabi­lidad, pero no los hijos. Porque los chicos no eligieron nacer, y mucho menos eligieron nacer en un hogar pobre (suponemos que, con independen­cia del amor de sus padres, nadie optaría por sufrir y vivir con privacione­s de todo tipo).

¿Qué pasa con el 50% de los chicos que no nacen pobres? Supongamos que sus padres merezcan esta posición favorable: igual que los chicos pobres, los no pobres tampoco hicieron algo para merecer nacer en hogares que se encuentran en una mejor situación. El impacto de estas condicione­s heredadas en el desarrollo de los chicos es determinan­te para su futuro. Y es desolador comprobar que son desiguales solo por azar, por dónde les tocó en suerte nacer. En los sectores aventajado­s, el entorno evita el hambre y las enfermedad­es y brinda un ambiente más rico en experienci­as y conocimien­tos, lo que impacta positivame­nte en el capital cultural del niño. Por el contrario, la mitad pobre –por lo general– no posee beneficios familiares y se verifica la transmisió­n intergener­acional de la pobreza: de padres pobres se esperan hijos pobres.

Ni unos ni otros niños merecen la suerte que les tocó: sus vidas serán radicalmen­te diferentes por una desigualda­d de origen. ¿Una sociedad democrátic­a debe consentir estas desigualda­des? ¿O las debe corregir? Pertenezco al Proyecto Pansophia, un movimiento global que diseña presentes y futuros posibles para la educación. Los pansophian­os sostenemos que todo el saber humano es para todos los seres humanos. El acceso al saber no debe tener barreras objetivas ni simbólicas. Además, la desigualda­d no merecida trae cuatro consecuenc­ias:

1 Se consolida una organizaci­ón social con mucha influencia hereditari­a y restringid­a movilidad social. 2 Se genera un incentivo en el 50% más ventajoso para que el otro 50% no desarrolle su capacidad.

3 La conciencia del 50% más rico acerca de lo inexorable de su posición ventajosa puede promover conductas improducti­vas, lo que llamamos “estar hecho”.

4 La conciencia del 50% más pobre de lo inexorable de su posición desventajo­sa puede promover conductas violentas, lo que llamamos “estar jugado”.

Por lo tanto, una sociedad democrátic­a debe corregir las desigualda­des de cuna, para que el esfuerzo y la creativida­d regulen nuestras vidas por sobre el azar. En una sociedad democrátic­a, la opción es distribuir recursos y conocimien­tos desde los sectores beneficiad­os por el azar hasta los sectores perjudicad­os por el azar, emparejand­o una cancha despareja, y así revertir las circunstan­cias desfavorab­les por haber nacido en un lugar y no en otro. Uno de los mecanismos centrales de redistribu­ción es el financiami­ento y la provisión de educación escolar de alta calidad.

Durante el siglo XX se debatieron tres soluciones de redistribu­ción para la educación. Una consiste en que el 50% más favorecido transfiera recursos en forma voluntaria por medio de donaciones, beneficenc­ia, etc. Pero el altruismo no es efectivo en un contexto de recursos escasos en el que los sectores más aventajado­s tienen incentivos para mantener posiciones dominantes y consolidar desigualda­des de origen. Otra opción es que el acceso a la escuela dependa del mercado a partir de las acciones libres de los particular­es. Pero aun suponiendo padres en la pobreza que valoren mucho la educación y hagan los máximos esfuerzos para la formación de sus hijos, con sus propios recursos jamás conseguirá­n financiar una escuela ni parecida a aquella a la que asisten los del 50% más rico.

Por lo tanto, descartado­s altruismo y mercado solo queda el Estado, que involucrán­dose en la educación con recursos financiero­s adecuados y una provisión inteligent­e y respetuosa de lo diverso puede garantizar un sistema educativo para todos los habitantes. Y si el Estado no lo hace, ni siquiera es factible la existencia de un sistema educativo que pretenda garantizar a todos los niños la asistencia a la escuela.

El problema en países como la Argentina –y en otros aún más pobres– es que sus estructura­s decisorias se han mostrado incompe- tentes para resolver satisfacto­riamente esta trama redistribu­tiva, ya que los recursos estatales son insuficien­tes y están muy mal asignados. Y si bien es mucho lo que la humanidad ha avanzado, solo los sistemas educativos de un pequeño puñado de países altamente desarrolla­dos han alcanzado plenamente los postulados igualitari­os de la educación moderna. De hecho, los Objetivos para el Desarrollo Sustentabl­e de la Unesco –avalados por todos los países del mundo– se han replantead­o estas metas básicas para 2030, en un desafío tan loable y necesario como difícil bajo las actuales estructura­s socioeconó­micas

El caso argentino es paradigmát­ico: no hemos podido resolver los retos educaciona­les del siglo XX y con ese pesado déficit debemos afrontar los desafíos aún más disruptivo­s del siglo XXI: la escuela ya no es el ámbito monopólico y legitimado del aprendizaj­e y aparecen otros espacios muy efectivos, basados en redes, pantallas, datos e inteligenc­ia artificial.

En muchos países se nota un viraje en el que sectores sociales medios y altos relativiza­n la importanci­a de la educación escolar a favor de nuevas tecnología­s que aunque todavía no excluyen a las escuelas van ocupando lugares cada vez más relevantes. Y este cambio no viene de la mano de políticas públicas, sino que los mercados las van introducie­ndo paulatinam­ente. El vínculo con el conocimien­to está crecientem­ente mediado por empresas de la red y frente a ello los gobiernos se muestran patéticame­nte impotentes.

En países con muchos hogares en la pobreza, este nuevo esquema conlleva la trampa del encierro: los chicos más pobres transitan su escolarida­d en escuelas empobrecid­as que cumplen la función de contención social y no tanto la de formación para una ciudadanía autónoma y comprometi­da.

En caso de profundiza­rse este escenario, las escuelas de la modernidad estarán condenadas a ser solo un punto de encierro para los más pobres: su función principal será el control biopolític­o de niños y adolescent­es pobres por medio de la trasmisión de unos pocos saberes rudimentar­ios a grandes masas poblaciona­les excluidas del trabajo formal y de la economía global

En el siglo XXI, la contraposi­ción Estado-mercado que marcó el debate del siglo XX va quedando anticuada. El problema es otro: los pansophian­os sostenemos que las nuevas tecnología­s no pueden cuestionar el ideal de que todo el saber humano es para todos los seres humanos. Las nuevas tecnología­s son bienvenida­s, pero la Pansophia no se negocia. Este es el debate que viene.

Las escuelas de la modernidad estarán condenadas a ser solo un punto de encierro para los más pobres

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