LA NACION

Por qué escucho solo música “clásica”

- Pablo Gianera

Hace unas semanas, respondí en una entrevista que todas las formas de la narración se me habían gastado. después de todo –razonaba un poco precipitad­amente–, ¿cuántas veces podemos leer una novela? ¿dos? ¿Tres acaso, con buena voluntad? Claro que hay excepcione­s: En busca del tiempo perdido, de Proust, es una de ellas, y un poeta amigo leía los años pares la primera parte del Quijote y los impares, la segunda. Pero son excepcione­s. En cambio, un Intermezzo de Brahms se puede escuchar todos los días, todas las noches. El poeta arnaldo Calveyra me dijo una vez que a Schubert o a Bach se los podía escuchar o tocar a la mañana, a la tarde y a la noche. Es cierto, son de tiempo completo.

Pero qué cosa, siempre música clásica. Hace unas semanas, rubén amón escribió en El País un artículo que atacaba de lleno esa cuestión, que es más bien una pregunta que suelen hacernos a quienes escribimos sobre música (clásica). ¿Escucha otra música que no sea clásica? discúlpeme, ¿por qué habría de hacerlo? algunos periodista­s desorienta­dos disfrutan también de descubrir que tal o cual pianista o violinista dedique sus horas libres a escuchar hip hop. No es mi caso, y no solamente porque no soy pianista ni violinista.

En su columna, amón acierta en un punto. Parece que quien escucha solamente “música clásica” atrasa respecto de la actualidad. Nada más mentiroso. La primera razón es que eso que llamamos música clásica (un nombre evidenteme­nte pésimo) cubre un arco tan grande que va por lo menos, para no ser demasiado ambicioso, de la Messe de Nostre Dame (1365), de Guillaume de Machaut, a las obras del siglo XXI de Helmut Lachenmann o Salvatore Sciarrino. En el medio están esos compositor­es y piezas que la mayoría entiende que son “clásicos”. En todo caso, eso que se llama música clásica no solamente tiene un punto de resistenci­a, algo contracorr­iente, y esto comprende incluso aquello de esa música que es más “popular”: para decirlo sin rodeos, hay más resistenci­a en un vals o en una opereta de Johann Strauss II que en radiohead.

Y ahora algo que conté hace no mucho. El escritor César aira decía que si uno quiere escuchar a Bach tiene que ir a buscarlo, mientras que, en cambio, si queremos escuchar a ricky Martin (o quien sea) no hace falta porque está en el supermerca­do, la sala de espera del dentista, incluso en plena calle, con autos de ventanilla­s bajas y volumen alto. La conclusión de aira era que en esta etapa de nuestra civilizaci­ón todo tiende a volverse obligatori­o y que la “alta cultura” (el propio aira usa esas palabras que ahora quedan mal) es un refugio de “lo deliberado”, es decir, de aquello que uno decide ir a buscar en lugar de que venga a uno. un espacio de libertad. Hay más. Ese tipo de cultura, que aira concentra significat­ivamente en el nombre propio “Bach”, ofrece una dificultad que no existe en la otra. Esa dificultad es la prueba de su fortaleza. Mantengamo­s por el momento el mismo ejemplo. La Misa en si menor de Bach demanda un tremendo esfuerzo intelectua­l y espiritual, sí, pero la recompensa, después de semejante ascensión artística, es incalculab­le, y a la vez indefinida, porque Bach, como Proust, siempre se guarda un secreto más, y nos espera hasta que estemos a la altura de descubrirl­o. algunos hablarán de elitismo. Puede ser, pero, como me dijo una vez otro escritor argentino, es el elitismo más democrátic­o que existe: todos somos iguales frente a Bach.

Eso que se llama música clásica es un mundo muy ancho y muy libre. Por razones profesiona­les (la crítica), ese arco es muy amplio; sin embargo, para mí, a la noche, la hora de Brahms, es cada vez más estrecho. El círculo de las obra se va cerrando a medida que se agosta la vida. El adagio de una sinfonía, el allegro de una sonata. así, una y otra vez, hasta que (para refutar la acusación) la pieza del final termine la función, corriéndol­e un telón al corazón.

Algunos disfrutan de que tal o cual pianista dedique sus horas libres a escuchar hip hop. No es mi caso

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