LA NACION

Frente a un drama inconmensu­rable

- Fernando Rodríguez

El drama detrás del asesinato de Sheila Alejandra Ayala es inconmensu­rable. Basta decir que ella y sus dos hermanos, de 7 y 11 años, habían dejado atrás, hacía solo cuatro días, una dura vida de descuidos y maltratos, apenas escolariza­dos, muchas veces hambreados. Habían ido a vivir con su padre en busca de cuidado, de refugio, de una mejor vida. Y allí, sin embargo, acechaba la muerte.

Todo ocurrió en un contexto de degradació­n, de desintegra­ción familiar. Los padres, como enemigos, peleados, más que por la tenencia de los chicos, por ver quién se quedaba con la plata de la asignación universal por hijo. Con acusacione­s mutuas. Los mismos chicos declararon ante la policía que sabían que su mamá “vendía pastillas”. Según la policía, la mujer reconoció que hacía de “mula” y metía drogas en la cárcel.

Violencia, abuso de sustancias. Piezas fundamenta­les para entender, desde el principio, el final de esta tragedia humana. Los asesinos, según parece, son familia. El cuñado del papá de Sheila, acusado del homicidio. La propia tía de la víctima, hermana del papá, con un avanzado embarazo, con dos hijos chiquitos, detenida por su presunta complicida­d en el crimen. Sangre de su sangre.

Ante la policía, ambos declararon que se habían emborracha­do, que estaban drogados. Que no recuerdan... que no saben cómo “llegaron a eso”. Algo deben recordar, evidenteme­nte, porque se tomaron el trabajo de meter el cadáver de la niña dentro de una bolsa y de ocultarlo, aun rudimentar­iamente, junto a su propia vivienda.

Ella fue la “vocera” de la familia paterna durante los cuatro días de búsqueda. Decía que era capaz de “matar” a quienes le hubiesen hecho algo a su sobrina. Él merodeaba por allí y se mostraba, incluso, ofuscado por el tratamient­o periodísti­co del caso, casi más preocupado por la eventual diferencia­ción entre el “nosotros” y “ellos” que proponía la propia geografía del lugar de los hechos, en San Miguel, que del destino que, según se vislumbra ahora, ambos conocían de primera mano.

“Se la llevó una tía...”, fue la primera explicació­n en torno a la desaparici­ón, al mediodía del domingo. ¿Será esta la tía con la que la Sheila se fue, dicen, con una sonrisa que denotaba la confianza de saber quién era? Aterrador.

También está el vaivén de las sospechas. Primero, la mamá de Sheila acusando al papá. “Él sabe quién se la llevó”, decía. Luego, el papá declaró que había tramitado en el Servicio Social de San Miguel la tenencia de los chicos y cobrar él la asignación por ellos. Y que cuando se enteró, la madre de los menores lo increpó y lo amenazó con hacerle “algo que no se iba a olvidar”. La sospechosa pasó a ser ella... Su pasado no la ayudaba. Y, al final, todo fue muy distinto. El enemigo no estaba afuera: estaba adentro. Era la propia familia.

Luego, el papel de las autoridade­s y de los vecinos del barrio. Desde el primer día, la gente de Trujui estuvo movilizada. Tras los primeros escarceos que dejaban bien en claro la desconfian­za entre “los unos y los otros”, los de “adentro” y los de “afuera” del predio de donde desapareci­ó la nena, pareció haber una tregua en la que las acusacione­s cruzadas quedaron de lado y todos, sin fisuras, se alinearon detrás de una sola consigna: “Que Sheila aparezca”.

Mientras duró la esperanza, había otro consenso entre los vecinos: ponderar la actuación de la policía. Ayer, el despliegue de fuerzas (efectivos de a pie, buzos tácticos, caballería, helicópter­os, canes entrenados) multiplicó y amplió el rastrillaj­e. Los perros ya habían recorrido el camino que Sheila y sus hermanos solían hacer ida y vuelta de la casa del papá a la de la mamá y, a la vuelta, la de su abuela. Ayer los volvieron a llevar al predio donde todo había comenzado. Y la policía acertó.

La noticia del hallazgo hizo estallar todo. A falta de confirmaci­ón oficial, algunos se aferraban al último hilo de esperanza. Pero otros arremetier­on contra la policía, a la que antes ponderaban. Hubo destrozos, lesionados, detenidos. Violencia fútil, porque el final de Sheila ya estaba escrito.

El cuerpo estaba allí, entre dos paredes, casi junto a la casa de los sospechoso­s. Sin esperar la autopsia, el jefe del operativo, apenas la vio, supo que Sheila había sido víctima de una “muerte violenta”. El lugar del hallazgo denota falta de planificac­ión tanto del asesinato como de su oculta miento. Más que locura, revela maldad.

Violencia, abuso de sustancias. Piezas fundamenta­les para entender el final de esta tragedia

El enemigo no estaba afuera: era la propia familia

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