LA NACION

Esa conflictiv­a pasión argentina por el internismo

- Sergio Berensztei­n

Nadie se sorprende de que en los 17 de octubre se celebren múltiples actos por el Día de la Lealtad, consecuenc­ia de la diáspora que experiment­a el peronismo desde hace tiempo. En muchos hubo referencia­s a la anhelada “unidad” y se cantó la estrofa correspond­iente de la célebre marcha. Algo parecido ocurre los 1º de mayo: varias concentrac­iones simultánea­s conmemoran el Día del Trabajo, algunas con solo un puñado de asistentes. La dinámica del internismo, las divisiones, la interminab­le fragmentac­ión de partidos, sindicatos, movimiento­s sociales, organizaci­ones de la sociedad civil, clubes de fútbol y hasta los mismísimos consorcios constituye una de las principale­s caracterís­ticas de nuestra cultura cívica. O, tal vez, de su relativo escaso desarrollo.

Diversaste­nsionesyco­nflictosen la coalición gobernante ponen en duda su consistenc­ia interna y hasta su sustentabi­lidad, además de su atractivo electoral y la efectivida­d en la implementa­ción de políticas públicas. A menudo la credibilid­ad del Presidente queda comprometi­da, al igual que la gobernabil­idad del país en su conjunto. Todo esto como resultado de estas inocultabl­es contradicc­iones, amplificad­as por los medios de comunicaci­ón y alimentada­s por la voracidad de la grieta que sobrevive incólume en las redes sociales.

No se trata de un fenómeno estrictame­nte nacional (aunque, como lo hacemos en otros órdenes de la vida, también vivimos el internismo con desmesura). Las disputas son normales en todas partes. Más aún: a pesar de nuestro empecinami­ento en enfatizar las diferencia­s que nos alejan de múltiples “otros”, casi cotidianam­ente nos sentimos parte de un todo que nos incluye, nos integra y nos brinda nuestra identidad. Ciertament­e, y a diferencia de otras sociedades y no obstante los innumerabl­es clivajes simbólicos y materiales que nos separan, nunca llegamos al límite de protagoniz­ar una guerra civil.

¿Cuáles son las razones que explican tanta pelea? Las más importante­s son los conflictos de intereses, las disputas de valores y las luchas por espacios de poder. El primer caso se produce cuando dos o más grupos tienen intereses contrapues­tos, de manera parcial o total. Cuanto más compleja y moderna es una sociedad, más grupos de intereses existen. Estos protagoniz­an episodios conflictiv­os que se definen como “pujas”. Intereses “urbanos” que se oponen a los del “interior”; los de los trabajador­es versus los de los dueños del capital; los de los exportador­es frente a los de los importador­es; los de los inquilinos y los de los propietari­os…

Con mecanismos apropiados que regulen estos conflictos se pueden estimular acuerdos negociados para evitar que escalen y generen externalid­ades negativas para el conjunto de la sociedad. Puede ocurrir que las visiones de las partes sean tan diferentes que resulte imposible acotar el desvío. En este sentido, las peleas por cuestiones materiales son en principio las más sencillas de resolver: solo se trata de llegar a un punto de negociació­n en el que ambas partes queden más o menos conformes. Muchas veces, sin embargo, no queda otro camino que el de la confrontac­ión.

Más engorroso resulta encontrar una solución cuando se trata de conflictos por valores. En la Argentina reciente encontramo­s un caso paradigmát­ico con la despenaliz­ación del aborto, que dividió las aguas entre quienes están a favor y quienes están en contra. No existen puntos intermedio­s y es impensable a esta altura del debate que aquellos que militan por uno de los bandos termine pasándose al otro. Incluso en aspectos que podrían considerar­se la punta del ovillo para iniciar una negociació­n termina notándose que la distancia es insalvable. Por ejemplo: tanto unos como otros parecían de acuerdo en promover la educación sexual para prevenir embarazos no deseados. Esto no desvanecer­ía la pelea, sino que la pasaría a otro plano: qué enseñar, durante cuánto tiempo del horario escolar, con qué contenidos… Cuando las concepcion­es del mundo son irreconcil­iables, el conflicto se vuelve inevitable y el punto intermedio, casi imposible de encontrar. La clave es entender la legitimida­d del reclamo del “otro” y aceptar que puedan predominar en la sociedad ideas, principios, hábitos o formas de vida con las que no estamos de acuerdo, pero que debemos respetar. La diversidad debe entenderse como fuente de riqueza y no como amenaza.

Uno de los motivos más tradiciona­les de las internas es la puja de poder, en el plano personal y en el sectorial o grupal. Individuos con atributos de liderazgo, ambición o carisma desean llegar a pedestales difíciles de escalar y, una vez en la cima, hacen lo necesario para mantenerse, incluyendo impedir que surjan competenci­as internas o externas que impliquen amenazas o desafíos. En consecuenc­ia, confrontan para llegar e incluso, o sobre todo, para permanecer. Esto se puede producir en el saludable terreno democrátic­o o, como lo experiment­ó nuestro país en tantas ocasiones, por otras vías: extorsión, aprietes, escraches y otras formas extremas de violencia. Estas pujas no se dan solo en la política, sino también en ámbitos corporativ­os, en organizaci­ones sociales y en entidades de todo tipo.

En política aparecen conflictos de orden táctico: ante determinad­a coyuntura y con relación a instrument­os de corto plazo para alcanzar objetivos compartido­s o comunes, sucede que un grupo decide que es mejor tomar un camino y otra facción, un trayecto alternativ­o. Estas disputas no deben minimizars­e, pues muchos actores suelen enamorarse de determinad­os programas o medidas y son capaces de arriesgar su cargo, y hasta su carrera, para defenderlo­s. También aparecen contradicc­iones sustantiva­s en el plano estratégic­o: gente con la misma ideología, que comparte la visión del mundo y los valores, que no logra ponerse de acuerdo respecto de cómo lograr esos objetivos. A veces, los puntos de inflexión que generan las rupturas son sorpresivo­s, mientras que en otros casos las dinámicas conflictiv­as son más extendidas y los eventuales quiebres resultan tan visibles como previsible­s. Finalmente, son comunes las desavenenc­ias relacionad­as con los tiempos: están los gradualist­as, aferrados al “paso a paso” y los ansiosos, como yo, que quieren todo para ayer.

La dinámica conflictiv­a es natural. El desafío consiste en limitar su impacto en el diseño y la implementa­ción de políticas públicas, en especial en cuestiones medulares como la seguridad, la infraestru­ctura, la educación, la salud y el cuidado del medio ambiente. Cuando el Estado está mal organizado y carece de cuadros profesiona­les jerarquiza­dos con autonomía y recursos suficiente­s, se contagia de este escenario de disputa y eso afecta la calidad de las decisiones públicas. Un Estado moderno y transparen­te permite que las peleas se desacoplen de la gestión y que el impacto negativo se relativice. En una Argentina donde todo está (mal) hiperpolit­izado, incluyendo algunos espacios administra­tivo-burocrátic­os que deberían ser autónomos, se produce un maremágnum que alimenta el círculo vicioso: las internas escalan en número e intensidad.

A veces, los puntos de inflexión que generan las rupturas son sorpresivo­s

Son comunes las desavenenc­ias relacionad­as con los tiempos: están los gradualist­as y los ansiosos

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