El combustible del genio
Es conocido que, a pesar de que lo hubiera transformado en multimillonario, césar Milstein, premio Nobel 1984 por el descubrimiento de los anticuerpos monoclonales, no registró ninguna patente por su hallazgo. Pensaba que su trabajo intelectual era propiedad de la humanidad y así lo legó a posteriores generaciones.
Pero cualquier transeúnte que circule por las veredas del departamento de comercio de los Estados unidos, en Washington, recibirá un mensaje bien distinto: “El sistema de patentes agregó el combustible del interés al fuego del genio”, reza la inscripción que preside una de las entradas. Más allá de consideraciones éticas, no cabe duda de que esta fórmula cimentó el poderío económico de los países.
Valga un solo ejemplo para ilustrarlo. Entre otros igualmente apasionantes, lo cuenta siddhartha Mukherjee en El gen (debate, 2017). Por la época en que Milstein y Kohler publicaban en Nature el trabajo que les valdría el Nobel (el 7 de agosto de 1975), otra tecnología tomaba vuelo. stanley cohen y Herb boyer daban el puntapié inicial a la ingeniería genética con un experimento en el que insertaron un gen de rana en una bacteria. Al principio, se trató de un ejercicio académico que solo interesó a los bioquímicos; sin embargo, un cazatalentos de la universidad de stanford, Niels reimers, los instó a presentar una patente conjunta de su trabajo y, aunque no tenían la menor idea de que esas técnicas pudieran registrarse, accedieron.
Al año siguiente, los científicos se separaron, pero un día boyer recibió la visita de un emprendedor de 28 años, robert swanson. Este había oído que existía una tecnología llamada “ADN recombinante” y pensó que merecía una apuesta, aunque casi todas sus anteriores inversiones habían fracasado.
swanson estaba sin trabajo, alquilaba un departamento compartido en san Francisco, conducía un auto desvencijado y se alimentaba de sándwiches. boyer tenía un hijo al que le habían diagnosticado un trastorno de crecimiento y estaba interesado en producir hormona de crecimiento insertando genes humanos en bacterias, pero para eso necesitaba crear un nuevo tipo de empresa farmacéutica. Le prometió 10 minutos. Tres horas y varias cervezas más tarde, habían llegado a un acuerdo: invertirían 500 dólares cada uno para fundarla y un grupo de inversores les facilitó 100.000. Pensaban que el primer producto sería la insulina que, en ese momento, todavía se obtenía de terneros y cerdos (para obtener un kilo de la hormona se necesitaban más de siete toneladas de páncreas de esos animales), pero para eso hacía falta cumplir con varios pasos previos.
se pusieron manos a la obra e iniciaron una competencia feroz con un formidable equipo de la universidad de Harvard que perseguía metas similares. Al principio, trabajaron en un laboratorio provisional en un local cuya parte posterior había ocupado un distribuidor de videos porno. El 21 de mayo de 1978, obtuvieron las primeras moléculas de insulina recombinante. solicitaron la patente de su método y la obtuvieron.
Para hacerse una idea del valor del conocimiento, baste con mencionar que dos años más tarde, la compañía, bautizada “Genentech”, protagonizaría el debut más impactante de una empresa tecnológica en Wall street. Pusieron a la venta un millón de acciones y en pocas horas obtuvieron 24 millones de dólares. su facturación pasó de 8 millones de dólares, en 1983, a 90 millones, en 1996, y 700 millones, en 1998. En 2001, Genentech se transformó en el mayor complejo de investigación biotecnológica del mundo (swanson había muerto un año antes por un tumor cerebral).
¿Qué pensaría Milstein en la actualidad? No podemos saberlo, pero si sirve como pista, el 15 de diciembre de 1999, cuando dio una de sus últimas charlas en la Facultad de ciencias Exactas de la UBA, la tituló: “La curiosidad como fuente de riqueza”.
Swanson estaba sin trabajo, conducía un auto desvencijado y se alimentaba de sándwiches