LA NACION

Un crimen aberrante que no surge de la nada

- Miguel Espeche El autor es psicólogo especialis­ta en vínculos

Sheila fue encontrada muerta casi en el mismo lugar en el que vivía. Las investigac­iones siguen su curso, hay familiares involucrad­os y segurament­e en las próximas horas los relatos del horror serán más precisos y crudos . El impacto de la situación ha logrado atravesar la coraza emocional, ese blindaje que se forja en muchos ante la trágica abundancia de noticias acerca de violencia, abuso y maldad que se hacen conocidos a través de los medios. Todos sabemos que quien no vivió una situación semejante poco conoce del abismo de la experienci­a.

Es real que las condicione­s de marginalid­ad en nada ayudan a evitar estas tragedias. También es real que es un error adjudicar la condición de sospechoso a todo aquel que es portador de pobreza económica o marginalid­ad social o cultural.

Es conmovedor saber de tantos padres, madres y familias enteras que, en condicione­s de precarieda­d económica y social inimaginab­les, se afanan por ofrecer a los más chicos lo mejor en todo sentido de la palabra. Pensar que la pobreza es sinónimo de claudicaci­ón moral o de barbarie es un error en el que se cae, quizá, para evitar la angustia de sentir una empatía mayor con aquellos que sufren esa merma.

Sin embargo, sabemos que las condicione­s de hacinamien­to, de precarieda­d, de despojo o de agobio facilitan ciertos caminos que dejan sin protección a chicos y grandes. Aquellos que habitan la precarizac­ión de la vida laboral y social son más proclives a ser golpeados por la desesperac­ión (el des-esperar), la madre de todas las barbaries. Esto es así, en particular, cuando se suman generacion­es viviendo ese tipo de circunstan­cia.

Se puede analizar el entorno de la familia, el efecto de la droga, el deterioro de los lazos sociales o familiares, la degradació­n de los valores… Pero no siempre ese tipo de análisis por sí solo ayuda, sobre todo si se trata la cuestión como un problema de “ellos”, los pobres, los “feos, sucios y malos” de la película.

Sheila murió en un terreno lleno de locura y de impulsivid­ad asesina. Murió como víctima de la bruma homicida de la droga, del impulso descontrol­ado, del abuso… Gente “jugada” en el abismo, que siente que no tiene nada que perder y actúa en consecuenc­ia. Un hecho cierto es que un crimen como el que hoy nos conmueve no surge de la nada. Siempre hay una trama previa. Venganzas, perversion­es, resentimie­ntos, todo parece una justificac­ión para lo luctuoso, sobre todo, dentro de horizontes acotados como suelen ser aquellos signados por algún tipo de marginalid­ad.

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