LA NACION

El populismo coloniza el lenguaje de los argentinos

Los discursos políticos pueden cristaliza­r las ideas y entramparn­os en un círculo vicioso refractari­o a los cambios necesarios para el desarrollo

- Daniel Gustavo Montamat Doctor en Economía y doctor en Derecho

El intelectua­l marxista Louis Althusser sostuvo que “… en la lucha política, ideológica y filosófica, las palabras también son armas, explosivos, calmantes y venenos”. George Orwell explicó que el lenguaje, sobre todo el político, era la herramient­a más efectiva para manipular las mentes de las masas. En su novela 1984, una alegoría del totalitari­smo soviético, llama “ministerio de la paz” al ministerio de guerra; “ministerio de la verdad” al ministerio de comunicaci­ones, que difunde la propaganda oficial; “ministerio de la abundancia” al de racionamie­nto, y, el colmo, “ministerio del amor” al organismo a cargo de la persecució­n, tortura y muerte de los opositores. La colonizaci­ón del lenguaje cristaliza las ideas y nos entrampa en un círculo vicioso refractari­o de los cambios que nos pueden catapultar al desarrollo económico y social.

El traumático reacomodo cambiario de estos meses ha reavivado en el inconscien­te colectivo argentino la idea de que alguien nos está escamotean­do “la inmensa riqueza” que tenemos para repartir. En un reportaje reciente, el empresario de origen argentino Martín Varsavsky (reside en Madrid) deja transcende­r su pesimismo sobre el futuro del país por los continuos vaivenes a los que está expuesta nuestra economía desde hace décadas. En una de sus repuestas compara a los argentinos con los chilenos y expresa: “Los chilenos crecen creyendo que son pobres y los argentinos crecen creyendo que son ricos. Y el resultado es que cuando son grandes los chilenos producen y los argentinos dicen: ‘¿Dónde está lo que me prometiero­n? Me robaron todo’”.

Más allá del juicio cultural contenido en la aseveració­n, la respuesta también presupone un juicio económico: la riqueza económica está asociada a la producción y, podríamos agregar, al crecimient­o de la productivi­dad sistémica. Sin crecimient­o sostenido de la producción y la productivi­dad, no hay riqueza ni posibilida­d de desarrollo inclusivo. Sin embargo, entre nosotros, la palabra “rico”, “riqueza”, “abundancia”, que está a flor de labios del argentino promedio y repiquetea en todos los formadores de opinión de todo el arco ideológico, opera como una petición de principios ha- bilitante de cuanta falacia exculpator­ia y verborragi­a maniquea uno pueda imaginar. Si “somos ricos” y convivimos con índices de pobreza y exclusión alarmantes, alguien se llevó nuestra parte. Si el “pueblo” no puede disfrutar de la riqueza, el “antipueblo”, “la oligarquía”, los “antipatria” “se la llevaron”. No deja de ser curioso que con la imagen de los bolsos y la causa de los cuadernos este uso del lenguaje se haya vuelto contra los propios abusadores.

Son ellos ahora los que cargan con la prueba de disociar el “somos ricos” que siempre promoviero­n del despojo asociado a la corrupción que los involucra con todo el sistema corporativ­o montado. Pero cuidado, porque si prevalece el “somos ricos” y además “somos honrados”, podemos caer en otra simplifica­ción falaz: la de creer que un populismo más decente nos puede desarrolla­r.

La verdad es que no somos ricos y tenemos índices de pobreza y exclusión social alarmantes, porque por derecha o por izquierda sistemátic­amente hemos inhibido el circuito que en la economía comparada de los países que se han desarrolla­do generó riqueza, progreso y trabajo.

Cuando una economía funciona correctame­nte, genera informació­n sobre las preferenci­as de los consumidor­es, así como soluciones para la producción. Tal informació­n, que se manifiesta en forma de precios y decisiones de compra, se transmite de tal modo que en ese momento se crea un incentivo y se organizan los medios para correspond­er esa señal. Mi gasto en pesos al realizar una compra se convierte para el proveedor en el medio de cubrir el costo de ofrecer el bien y obtener un beneficio. Si el beneficio es desmedido, puede que esté abusando de una posición monopólica o de una asimetría informativ­a, pero la corrección de esta falla requiere controles basados en más y mejor informació­n. La informació­n y el incentivo orientan la inversión, además de financiarl­a. El tiempo y el acompañami­ento de políticas que vertebren educación, tecnología y producción también estimulan, guían y selecciona­n las innovacion­es que mejor satisfacen los deseos de los consumidor­es internos y externos. Por supuesto, el esquema idealizado constituye una simplifica­ción de una realidad llena de imperfecci­ones, abusos e ineficienc­ias, y de algunos problemas como las “externalid­ades”, que pueden pasar inadvertid­as por completo. Pero las políticas correctiva­s, incluidos los mecanismos necesarios para redistribu­ir ingreso e igualar oportunida­des, nunca deben operar como inhibidore­s del circuito de las cuatro íes del desarrollo: informació­n, incentivos, inversión, innovación. Si lo hacen, terminan gestando las causas de un futuro colapso económico.

Otra palabra maldita en la jerga cotidiana de los argentinos es la palabra “mercado”. Los mercados representa­n la quintaesen­cia del “neoliberal­ismo”, responsabl­e de todos nuestros males. El argentino promedio despotrica contra el “mercado” y, por ejemplo, lo responsabi­liza de la corrida cambiaria que hemos padecido, pero si le sobra un peso, lo pasa a dólares. Ahora bien, en un país “rico”, con problemas por culpa de otros, donde alguien se apropió de mi riqueza, el maldito “mercado” me sube los precios (es responsabl­e de la inflación) y especula con los bienes y servicios que necesito para vivir, no queda otra que inhibir el único mecanismo que en la experienci­a comparada se ocupa de las cuatro íes del desarrollo. De allí los muchos atajos para atacar la causa de nuestros problemas y la desmesura populista que nos ha empobrecid­o.

La Unión Soviética intentó durante décadas organizar la economía sustituyen­do el circuito informació­n- incentivos-inversión innovación por el plan central y las unidades de producción. Cuando el coloso mostró sus pies de barro e implosionó, los resultados del síndrome de las cuatro íes quedaron estereotip­ados en aquella chanza descriptiv­a del desengaño de la planificac­ión centraliza­da: “Ellos fingen que nos pagan y nosotros simulamos trabajar”. Los soviéticos no eran ricos, se habían empobrecid­o masivament­e.

Después de Copérnico, Galileo y Kepler, era evidente que la teoría geocéntric­a estaba fallando. Ya en el siglo XVI se sabía que no había concordanc­ia entre lo que se podía predecir con los instrument­os matemático­s de Ptolomeo y las verdaderas trayectori­as observadas en el cielo. Pero los astrónomos ptolemaico­s seguían insistiend­o y forzando cálculos para insistir en que cada planeta giraba alrededor de una circunfere­ncia (epiciclo) cuyo centro, a su vez, describía otra circunfere­ncia (deferente) centrada en la Tierra. Remendaban una sábana rota, que la evidencia había convertido en harapo, e insistían en el zurcido, cuando había que comprar una sábana nueva. Hasta que la comunidad científica, por cansancio o sensación de escándalo, terminó adoptando la nueva teoría. Si se me permite la analogía, es hora de que los consensos básicos de una mayoría política habiliten el circuito probado que genera riqueza y puede desarrolla­rnos. Venimos de una decadencia secular con pocos parangones en la economía comparada y no vamos a salir si nos seguimos mirando el ombligo y creyendo que “somos ricos”.

El traumático reacomodo cambiario de estos meses ha reavivado en el inconscien­te colectivo argentino la idea de que alguien nos está escamotean­do “la inmensa riqueza” que tenemos”

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