El populismo coloniza el lenguaje de los argentinos
Los discursos políticos pueden cristalizar las ideas y entramparnos en un círculo vicioso refractario a los cambios necesarios para el desarrollo
El intelectual marxista Louis Althusser sostuvo que “… en la lucha política, ideológica y filosófica, las palabras también son armas, explosivos, calmantes y venenos”. George Orwell explicó que el lenguaje, sobre todo el político, era la herramienta más efectiva para manipular las mentes de las masas. En su novela 1984, una alegoría del totalitarismo soviético, llama “ministerio de la paz” al ministerio de guerra; “ministerio de la verdad” al ministerio de comunicaciones, que difunde la propaganda oficial; “ministerio de la abundancia” al de racionamiento, y, el colmo, “ministerio del amor” al organismo a cargo de la persecución, tortura y muerte de los opositores. La colonización del lenguaje cristaliza las ideas y nos entrampa en un círculo vicioso refractario de los cambios que nos pueden catapultar al desarrollo económico y social.
El traumático reacomodo cambiario de estos meses ha reavivado en el inconsciente colectivo argentino la idea de que alguien nos está escamoteando “la inmensa riqueza” que tenemos para repartir. En un reportaje reciente, el empresario de origen argentino Martín Varsavsky (reside en Madrid) deja transcender su pesimismo sobre el futuro del país por los continuos vaivenes a los que está expuesta nuestra economía desde hace décadas. En una de sus repuestas compara a los argentinos con los chilenos y expresa: “Los chilenos crecen creyendo que son pobres y los argentinos crecen creyendo que son ricos. Y el resultado es que cuando son grandes los chilenos producen y los argentinos dicen: ‘¿Dónde está lo que me prometieron? Me robaron todo’”.
Más allá del juicio cultural contenido en la aseveración, la respuesta también presupone un juicio económico: la riqueza económica está asociada a la producción y, podríamos agregar, al crecimiento de la productividad sistémica. Sin crecimiento sostenido de la producción y la productividad, no hay riqueza ni posibilidad de desarrollo inclusivo. Sin embargo, entre nosotros, la palabra “rico”, “riqueza”, “abundancia”, que está a flor de labios del argentino promedio y repiquetea en todos los formadores de opinión de todo el arco ideológico, opera como una petición de principios ha- bilitante de cuanta falacia exculpatoria y verborragia maniquea uno pueda imaginar. Si “somos ricos” y convivimos con índices de pobreza y exclusión alarmantes, alguien se llevó nuestra parte. Si el “pueblo” no puede disfrutar de la riqueza, el “antipueblo”, “la oligarquía”, los “antipatria” “se la llevaron”. No deja de ser curioso que con la imagen de los bolsos y la causa de los cuadernos este uso del lenguaje se haya vuelto contra los propios abusadores.
Son ellos ahora los que cargan con la prueba de disociar el “somos ricos” que siempre promovieron del despojo asociado a la corrupción que los involucra con todo el sistema corporativo montado. Pero cuidado, porque si prevalece el “somos ricos” y además “somos honrados”, podemos caer en otra simplificación falaz: la de creer que un populismo más decente nos puede desarrollar.
La verdad es que no somos ricos y tenemos índices de pobreza y exclusión social alarmantes, porque por derecha o por izquierda sistemáticamente hemos inhibido el circuito que en la economía comparada de los países que se han desarrollado generó riqueza, progreso y trabajo.
Cuando una economía funciona correctamente, genera información sobre las preferencias de los consumidores, así como soluciones para la producción. Tal información, que se manifiesta en forma de precios y decisiones de compra, se transmite de tal modo que en ese momento se crea un incentivo y se organizan los medios para corresponder esa señal. Mi gasto en pesos al realizar una compra se convierte para el proveedor en el medio de cubrir el costo de ofrecer el bien y obtener un beneficio. Si el beneficio es desmedido, puede que esté abusando de una posición monopólica o de una asimetría informativa, pero la corrección de esta falla requiere controles basados en más y mejor información. La información y el incentivo orientan la inversión, además de financiarla. El tiempo y el acompañamiento de políticas que vertebren educación, tecnología y producción también estimulan, guían y seleccionan las innovaciones que mejor satisfacen los deseos de los consumidores internos y externos. Por supuesto, el esquema idealizado constituye una simplificación de una realidad llena de imperfecciones, abusos e ineficiencias, y de algunos problemas como las “externalidades”, que pueden pasar inadvertidas por completo. Pero las políticas correctivas, incluidos los mecanismos necesarios para redistribuir ingreso e igualar oportunidades, nunca deben operar como inhibidores del circuito de las cuatro íes del desarrollo: información, incentivos, inversión, innovación. Si lo hacen, terminan gestando las causas de un futuro colapso económico.
Otra palabra maldita en la jerga cotidiana de los argentinos es la palabra “mercado”. Los mercados representan la quintaesencia del “neoliberalismo”, responsable de todos nuestros males. El argentino promedio despotrica contra el “mercado” y, por ejemplo, lo responsabiliza de la corrida cambiaria que hemos padecido, pero si le sobra un peso, lo pasa a dólares. Ahora bien, en un país “rico”, con problemas por culpa de otros, donde alguien se apropió de mi riqueza, el maldito “mercado” me sube los precios (es responsable de la inflación) y especula con los bienes y servicios que necesito para vivir, no queda otra que inhibir el único mecanismo que en la experiencia comparada se ocupa de las cuatro íes del desarrollo. De allí los muchos atajos para atacar la causa de nuestros problemas y la desmesura populista que nos ha empobrecido.
La Unión Soviética intentó durante décadas organizar la economía sustituyendo el circuito información- incentivos-inversión innovación por el plan central y las unidades de producción. Cuando el coloso mostró sus pies de barro e implosionó, los resultados del síndrome de las cuatro íes quedaron estereotipados en aquella chanza descriptiva del desengaño de la planificación centralizada: “Ellos fingen que nos pagan y nosotros simulamos trabajar”. Los soviéticos no eran ricos, se habían empobrecido masivamente.
Después de Copérnico, Galileo y Kepler, era evidente que la teoría geocéntrica estaba fallando. Ya en el siglo XVI se sabía que no había concordancia entre lo que se podía predecir con los instrumentos matemáticos de Ptolomeo y las verdaderas trayectorias observadas en el cielo. Pero los astrónomos ptolemaicos seguían insistiendo y forzando cálculos para insistir en que cada planeta giraba alrededor de una circunferencia (epiciclo) cuyo centro, a su vez, describía otra circunferencia (deferente) centrada en la Tierra. Remendaban una sábana rota, que la evidencia había convertido en harapo, e insistían en el zurcido, cuando había que comprar una sábana nueva. Hasta que la comunidad científica, por cansancio o sensación de escándalo, terminó adoptando la nueva teoría. Si se me permite la analogía, es hora de que los consensos básicos de una mayoría política habiliten el circuito probado que genera riqueza y puede desarrollarnos. Venimos de una decadencia secular con pocos parangones en la economía comparada y no vamos a salir si nos seguimos mirando el ombligo y creyendo que “somos ricos”.
El traumático reacomodo cambiario de estos meses ha reavivado en el inconsciente colectivo argentino la idea de que alguien nos está escamoteando “la inmensa riqueza” que tenemos”