LA NACION

San Juan.Vida nómade y en soledad, los duros recuerdos de un minero

José Chirino, de 71 años, trabajó durante 20 en el yacimiento de oro cercano al paraje de La Planta; hoy, en pleno abandono, solo quedan las ruinas del emprendimi­ento

- Micaela Urdinez ENViADA ESPECiAL

MARAYES, San Juan.– Hijos del viento, nómades en busca de trabajo, los picos y las palas detrás de los lingotes de oro y plata. José Chirino fue una de las 300 personas que trabajaron en las minas cercanas a Marayes, a pocos kilómetros de La Planta. Él define su estilo de vida como una “casa caracol”. “A dónde nos llevaban a trabajar íbamos con nuestra mesita y una silla chica. No podíamos tener muebles, porque nos trasladaba­n todo el tiempo. Dormíamos en camas desarmable­s de tela. Estábamos de tres a cinco años en cada lugar”, recuerda este hombre de 71 años.

Nació en Caucete. Y a los 6 años se fue a vivir a La Planta, ubicado a 135 km de la capital de San Juan, porque su padre era minero. Cuando Chirino tenía 17, su padre abandonó a la familia. Como era el mayor de cinco hermanos, debió salir a trabajar. “A esa edad empecé separando minerales, sacándoles la piedra. Cuando cumplí los 18 comencé a trabajar en la mina. Y a sufrir”, cuenta.

Chirino está dispuesto a recordar esos años y, por eso, se ofrece a acompañar a la nacion a la mina que lo vio crecer. “Dele trabajar año tras año en esta quebrada para sobrevivir”, confesará al final del recorrido.

Sin embargo, al principio todo es alegría e historias viejas. “El viento sopla todo el tiempo acá. Es como nuestro ventilador”, dice.

La camioneta se encamina hacia la ruta provincial 141 hasta que Chirino marca, con la mano izquierda, una tranquera. Hoy la tierra pertenece a la familia Sueiro, pero cuando él trabajaba estaba en manos de Nobleza Piccardo. A partir de ahí, el camino se va haciendo más intransita­ble, entre rocas de diferentes tamaños y arbustos con espinas. Es un recorrido de 10 kilómetros, en los que se pierde el rumbo y se atraviesan ríos secos. Hasta que finalmente se está cara a cara con el cerro.

Chirino muestra la ladera por la que caminaba durante cinco horas desde Marayes para llegar a la mina en la que trabajaba desde el lunes hasta el mediodía del sábado.

“Íbamos cortando camino para llegar antes, porque nadie se quería perder el baile del sábado a la noche”, cuenta. Nunca se casó ni tuvo hijos. “Es muy difícil formar familia acá”, dice.

El resto del camino hay que hacerlo a pie. Son otras 30 cuadras, pero, ahora, en subida. Al caminar unos pocos metros, ya se empiezan a ver restos de construcci­ones. Chirino señala la primera y explica: “Esta era mi escuela”. Durante unos años toda su familia vivió alrededor de la mina. De adulto, también vivió solo en unos salones que había para alojar a los empleados.

Es un viaje en el tiempo, a los recuerdos y las emociones que no siempre son lindos. Chirino escala a las ruinas del lugar donde durmió durante tantas noches y posa para la foto. “Esta era otra casa”, “este era el comedor”, “ahí está el tanque de agua”, “por este camino más arriba está la mina de La Florita”, enumera Chirino como un chico entusiasma­do que va armando el rompecabez­as de su vida.

“Nada de lujos”

Se nota que sabe y mucho. Y que si bien fueron años de esfuerzo, le gustaba trabajar en los cerros. En el camino de ascenso final a la mina, explica con orgullo cada una de sus tareas. “Trabajaba ahí colgado. Había que hacer un túnel a mano para poder subir. Con las barretas de acero íbamos haciendo un agujerito para poner explosivos, y después volvíamos a subir. Toda la mañana, toda la tarde, para volver a empezar”, relata con cierta nostalgia.

Durante esa época, su trabajo le alcanzaba para comer y vivir. En 1970 ganaba cerca de $12 por día. “Para un pobre eso era mucha plata. Vivía bien. Había que trabajar y se andaba con lo justo. Nada de lujos”, agrega, como si hiciera falta la aclaración.

Chirino se la pasaba todo el día picando y sacando el mineral hacia el exterior en unos carros. Re- cuerda que usaban cascos y una lámpara antigua a carburo. “Con un alambre nos colgábamos para llegar a las paredes que están en pendiente negativa”, explica, mientras muestra un antiguo punto de extracción.

De allí se llenaban los camiones con minerales que iban a parar a La Planta, el pueblo que recibió ese nombre porque allí funcionaba la vieja planta procesador­a que separaba los metales con cianuro (ver aparte). Hoy, quedan solo las ruinas. Una vez terminado el proceso de formación de lingotes, eran distribuid­os por tren o tierra.

Chirino emprende la subida final hasta llegar a la entrada de la mina. Enciende su linterna, se agacha y entra. Los túneles se ramifican como en el interior de un hormiguero y él toma el principal. A la derecha aparecen los restos de un tacho amarillo abandonado en el que se cargaban los metales. Otro agujero es una chimenea que sale al aire libre. Chirino toma una piedra y empieza a golpear el techo para sacar algún resto de metal. “Este metal es muy poquito, en donde va la plata, o puede ir el zinc. Acá hay algo de óxido de cobre y de tirita. Pero ya no vale la pena explotar esta mina. Quedó vieja, ya no sirve”, resume.

Cuando sale a la superficie, los restos de metales en sus manos hacen que brillen al sol, como si estuvieran cubiertas con brillantin­a.

A lo lejos se divisan unas vías que se usaban para trasladar, en carros, los minerales por un túnel. “Cinco kilómetros más arriba está La Florita, en donde hacían el carburo y otros metales más”, explica.

Chirino no tiene contacto con ninguno de sus antiguos compañeros. Muchos se fueron en busca de otros trabajos y otros tantos, falleciero­n.

“Gracias a Dios todavía estoy vivo. Porque muchos compañeros ya no viven y eso es consecuenc­ia de los trabajos de perforació­n en seco. Porque eso cuando va a la pared es una polvareda que hace que uno no pueda verse ni las manos. Entonces la gente se muere más rápido por problemas en los pulmones. Yo, con la edad que tengo, no sé lo que es un doctor”, destaca.

Reinventar­se

En 1960, dejó de funcionar la mina de oro y en 1965 quebraron las otras. En un momento de incertidum­bre, los trabajador­es quisieron pagar las deudas, pero no pudieron. Chirino es una especie de camaleón que se pone una nueva piel cada vez que se le cierran las puertas de un trabajo. Sin actividad minera posible, se reinventó y hasta 1971 se dedicó a la reparación de rieles de la estación de Marayes. En 1980, cuando cerró el tren, volvió a pegar otro salto al vacío y se dedicó durante 18 años a ser encargado municipal de Marayes y La Planta. Hoy cobra $7200 de jubilación y está trabajando en la reparación de la ruta 151. Además, trabaja como guía en la mina para personas vinculadas con el sector o con la Universida­d de San Juan.

Hoy divide sus días entre Marayes y la ciudad de San Juan, en donde viven su hermana y sus cuatro sobrinos, que él ayudó a criar. “Ahora ellos son los que me cuidan a mí”, dice Chirino, en el camino de vuelta al presente, a la civilizaci­ón, en donde no tiene que luchar más contra los monstruos del pasado.

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Demián santander bUllrich José Chirino, en el corazón de la mina donde trabajaban unas 300 personas
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