El desafío de gobernar en minoría
La desventaja legislativa obliga a negociar y alcanzar consensos que, bien orientados, pueden sentar las bases del desarrollo que el país necesita
Con el apoyo de varios gobernadores del PJ, Cambiemos logró la media sanción de la ley de presupuesto. Completó así uno de los requisitos fundamentales para avanzar en el programa de ajuste más severo implementado por un gobierno democrático desde 1983. Una vez más, la tan denostada negociación política con algunos actores de la oposición le permitió a Macri lograr sus objetivos. Sorprendente que el Presidente siga renegando de un método que le ha dado tan buenos resultados. En esa transacción, es cierto, los tres distritos administrados por Pro se vieron obligados a ceder recursos, lo que produjo no pocos sinsabores, sobre todo en el caso de María Eugenia Vidal. Tanto la Nación como la ciudad y la provincia de Buenos Aires harán un sacrificio superior al promedio en términos fiscales. Un resultado relativamente esperable, dado el equilibrio de poder definido por la ciudadanía mediante el voto popular: Cambiemos amplió su caudal electoral como coalición entre la primera vuelta de 2015 y las elecciones de mitad de término del año pasado, pero sigue siendo un gobierno en minoría, obligado a buscar consensos con, al menos, parte de la oposición.
Este aspecto esencial del escenario político plantea límites al Gobierno, que debe negociar su agenda con actores con los que eventualmente competirá el año próximo, tanto a nivel provincial como nacional. Sin embargo, constituye al mismo tiempo una enorme oportunidad para convencer a los mercados de que existe una masa crítica de jugadores comprometidos con la reducción del déficit fiscal y el cumplimiento de las obligaciones financieras del país.
En este sentido, un default parece improbable hasta el final de la administración Macri, gracias al auxilio del FMI, aunque el riesgo país continúa en niveles exorbitantes, a pesar del decidido apoyo de la comunidad internacional. Las dudas políticas respecto del proceso electoral y del devenir posterior de un país que carece de un plan estratégico consensuado generan enorme inquietud. “Frente a una mínima chance de reversión al populismo autoritario, ningún inversor sensato va a tomar riesgo argentino”, aseguró el titular de un enorme fondo de inversión que visitó Buenos Aires estos días.
El mercado recela de una coalición gobernante que muestra a diario internas palaciegas y signos de fatiga, y de una oposición fragmentada en la que la principal candidata sigue siendo Cristina Fernández de Kirchner. El dato más preocupante es que esta incertidumbre político-electoral tardará, con suerte, más de un año en despejarse. La disfuncionalidad del sistema político, que si no se acrecentó al menos permaneció intacta bajo la batuta de Cambiemos, constituye el principal obstáculo para el desarrollo económico del país. Y, en esta coyuntura, también para salir de una recesión que podría ser más larga de lo que el Gobierno necesita para mejorar su competitividad electoral de cara a 2019.
Lo curioso, y a la vez patético, es que el principal argumento electoral del presidente Macri conspira contra las chances de su gobierno para revertir las principales consecuencias de la crisis económica. Es decir, de mejorar sus propias perspectivas electorales. Con resultados desastrosos en materia económica y escasos logros en otras áreas claves, sobre todo en el plano institucional, el caballito de batalla del oficialismo consiste en constituirse como la única opción viable frente a la amenaza populista. Las imágenes de las inmediaciones del Congreso
convertidas en una zona liberada de la intifada tumbera parecen diseñadas por alguno de los publicistas que trabajan para el equipo presidencial. Pero esa polarización con CFK aterroriza a los inversores y retrasa una recuperación económica vital para que Cambiemos aspire a retener el poder. En especial, si se mantiene el objetivo de hacerlo en primera vuelta, para evitar el riesgo de un reagrupamiento opositor en el ballottage que capitalice la desilusión de los sectores medios, los que más pierden con el programa de ajuste dispuesto por el Gobierno y, con poca ingenuidad, apoyado por tantos gobernadores.
El plan del oficialismo consiste entonces en ganar en primera vuelta gracias al inusual régimen que impera en la Argentina, que dispone un umbral del 40% de los sufragios y una
diferencia de 10% respecto del segundo. Esto implica que, en el mejor de los casos, a menos que haya un fuerte realineamiento de fuerzas, se trataría otra vez de un gobierno en minoría. Casi seguro en el Senado, muy probablemente también en Diputados. Esto obliga a revisar con detenimiento la lectura que el Presidente hace de estos equilibrios de poder.
Hace una semana, durante el cierre de la 54a edición del Coloquio de IDEA, Macri se refirió precisamente a esta situación. “Siempre fuimos minoría y para lograr las transformaciones profundas que necesita la Argentina hace falta un consenso”. Lo hizo ante un público que en su gran mayoría lo ha votado y que, a pesar de las duras críticas y de la desilusión que se palpaba en los pasillos, volvería a hacerlo.
Esos conceptos remiten al peculiar mapa cognitivo con el que se maneja Macri. En primer lugar, él conocía el peso relativo que tendría su gobierno en el Parlamento en el preciso instante de finalizar el conteo de la primera vuelta de las presidenciales de 2015. Era un dato de la realidad que le dejaba dos caminos posibles: uno, ignorarlo o negarlo y que ocurriera, como finalmente sucedió, que regresara convertido en “sorpresa” tres años más tarde; el otro, desplegar una estrategia ade-
cuada para minimizar el impacto de esta delicada circunstancia, como lo hizo en el caso del presupuesto aprobado a pesar de los cascotazos.
Gobernar en minoría no es una tarea sencilla, pues obliga a negociar y alcanzar consensos. Existen experiencias muy interesantes en diversas partes del mundo, incluido nuestro país: hubo un político innovador que estuvo al frente de un distrito muy importante durante dos períodos y que logró desplegar, a pesar de que la oposición retuvo la mayoría legislativa, una agenda transformacional tal que le permitió encaramarse a la presidencia. ¿Su nombre? Mauricio Macri. Entonces diseñó el sendero más lógico: pactó una agenda de gobernabilidad con la oposición. Ese fue el elemento clave para avanzar en su plan de gestión, incluyendo reformas en varias áreas sensibles. Tal vez sea hora de una reunión cumbre entre el Presidente y el exjefe de gobierno. Porque, más allá de la diferencia de escala, lo hecho a nivel distrital es replicable al menos parcialmente en el plano nacional. Si Macri hubiese desplegado una agenda política inclusiva y pragmática como presidente, algunos de los inconvenientes y cimbronazos que sufrió su gestión no habrían ocurrido.
En definitiva, es la sociedad la que decide el peso relativo de cada fuerza. Para bien o para mal, Cristina en 2011, con el recordado 54%, recibió una venia prácticamente sin fronteras. Quizás Macri haya recibido un mandato limitado porque había una fuerte cuota de desconfianza en buena parte de una parte del electorado. La lectura del oficialismo fue que su triunfo era el resultado de un cambio cultural subyacente y vigoroso de una sociedad cansada de populismo. No parecen sobrar argumentos materiales ni simbólicos para sostener semejante relato, con el que el Gobierno aspira a transitar con éxito el próximo proceso electoral.
El Presidente está a tiempo de modificar ese mapa cognitivo. Necesita un espíritu autocrítico más acentuado para evitar los tropezones hasta el final de este mandato y, fundamentalmente, para no repetir errores en caso de ser reelegido en 2019. Ser minoría, lejos de constituir una desventaja, obliga a lograr consensos que, bien planteados, pueden ser la base del plan estratégico de desarrollo que el país nunca tuvo y del que tanto se podría beneficiar.
Si Macri hubiese desplegado una agenda política inclusiva y pragmática, algunos de los cimbronazos que sufrió su gestión no habrían ocurrido