El debate de fondo es sobre un modelo de convivencia
Hay quien piensa que los argentinos, por razones de economía cognitiva, nos sentimos cómodos con las confrontaciones binarias: realistas contra independentistas, unitarios contra federales, peronistas contra gorilas, privatistas contra estatistas, maradonianos contra messiánicos, pañuelos verdes contra celestes, Nicole contra Pampita, y así hasta el infinito. Criados en la disyuntiva River-Boca, nos definimos por lo que queremos, pero sobre todo por lo que rechazamos. Nada más efectivo para configurar la propia identidad, como bien lo sabe Durán Barba.
Conloscañonestodavíahumeantes después de la batalla por la legalización del aborto, asoma una nueva cruzada en torno a la educación sexual que pone en una trinchera a progresistas –casi todos, además, portadores de pañuelos verdes, insignias del combate anterior– y en la otra a conservadores, que en su mayoría todavía llevan orgullosos su triunfante pañuelo celeste.
Ni el más experto baqueano logra saber, a esta altura, quién disparó la primera bala: las acusaciones cruzadas entre trincheras se multiplican al infinito. Quizás el primer hecho directamente relacionado con este conflicto del que hay evidencia irrefutable es que en octubre de 2006, el Congreso aprobó con mayoría abrumadora en ambas cámaras una ley para crear el Programa Nacional de Educación Sexual Integral. En su artículo 5, la ley establecía que cada colegio adaptaría los contenidos educativos que estableciera el Ministerio de Educación “a su realidad sociocultural, en el marco del respeto a su ideario institucional y a las convicciones de sus miembros”. Por si el postulado no fuera lo suficientemente flexible, una disposición transitoria establecía que se podía tomar hasta cuatro años para empezar a cumplir con la ley.
La norma parecía de fácil cumplimiento, pero el tiempo volvió a darle la razón a Borges: ante un reglamento, el argentino “se pone a conjeturar de qué manera burlarlo”. Casi 12 años más tarde, amparadas en el federalismo, solo 9 de las 24 jurisdicciones habían adherido a la ley. El bando conservador se anotó un triunfo modesto, el de ganar algo de tiempo, con una táctica simple y efectiva: aprovechar la desidia del gobierno nacional y de las provincias para que una ley que podía tener alguna arista polémica (al fin y al cabo, establecía que había que hablarles de sexo a los chicos en los colegios) se convirtiera en letra muerta.
Así las cosas, y sobre todo después de perder –al menos transitoriamente– la batalla de la legalización del aborto, el bando progresista empezó a desplegar su estrategia de contraataque. La primera medida ya generó turbulencias. El Ministerio de Educación de la Nación lanzó una encuesta en los colegios para determinar si la ley se estaba cumpliendo o no. Muchos encuestadores hicieron su trabajo sin pena ni gloria, pero unos pocos padres y directivos de colegios del bando conservador, al grito de “con mis hijos no te metas”, les negaron la entrada a algunos funcionarios que habían ido a encuestar. El resultado fueron escaramuzas que pronto se
inmortalizaron en videos tomados con celulares. Hoy son material que alimenta la indignación en los grupos de WhatsApp de las trincheras de ambos bandos.
Fue entonces cuando el progresismo eligió redoblar la apuesta: un nuevo proyecto de ley, que procura que la ley de 2006 sea de orden público, avanza en Diputados. De aprobarse, todas las instituciones educativas del país, públicas o privadas, quedarían obligadas a enseñar los contenidos que establezca el Ministerio de Educación en materia de educación sexual, sin que se le puedan hacer adaptaciones conforme a los idearios institucionales o convicciones de sus miembros. Si la ley de 2006 no cosechó demasiadas adhesiones, no hace falta ser Nostradamus para anticipar una escalada en la confrontación a causa de este nuevo proyecto.
En el imaginario de sus enemigos, los progresistas son activistas a sueldo del Banco Mundial o la Fundación Rockefeller, promotores de la demoníaca “ideología de género”. Esta filosofía postularía que todo vale en materia de identidad de género, porque se puede ser hombre, mujer, indefinido, fluido, u otra centena de variantes, ninguna excluyente de la otra. Y que todo está permitido en lo que se refiere a prácticas sexuales, con la única restricción de que no se avasallen derechos y preferencias de terceros.
Para los progresistas, sus enemigos conservadores son autómatas medievales, teledirigidos desde el Vaticano o desde algún templo evangélico barrial, en su mayoría homofóbicos, decididos a imponer su visión retrógrada en
una sociedad democrática que se supone debería ser abierta y plural. Si de ellos dependiera –creen los progresistas–, todos estaríamos obligados a vivir como hace cien años, cuando el matrimonio era de uno con una y para siempre, y cualquier alternativa era condenada por antinatural y peligrosa.
Con las posiciones radicalizadas, el adversario, además de estar equivocado, se presenta casi siempre como estúpido o mal intencionado. Por eso no hay acuerdo posible. Pactar con el enemigo, además, pone en crisis la propia identidad. La grieta es insalvable y lo que hay de cada lado son trincheras. Un arsenal de audios, videos, memes y links a sitios más o menos marginales sirve para ridiculizar al enemigo y confirmar en la fe a cada bando. Todo sirve para revalidar lo que ya sabemos: el enemigo es un progre degenerado o un conservador medieval, según de qué lado se esté.
El conservadurismo, siempre a la defensiva, aprende lento. Niega el problema hasta que le estalla en la cara. En este caso, prefirió no aplicar una ley –la de 2006– que, respetando las convicciones de todos, podría haber contribuido a reducir los embarazos de adolescentes y las enfermedades de transmisión sexual. Cuando en 2018 vislumbra el riesgo de que alguien imponga una norma mucho más agresiva, por fin reconoce que algo habría que hacer. Quizá sea tarde.
El progresismo, por su lado, se atolondra: ve un flanco abierto y ataca con todo su arsenal sin antes buscar más consensos. Si ya costaba que en la mayoría de los distritos se implemente una ley bastante tolerable para el conservadurismo, cómo no esperar una fuerte resistencia a un proyecto mucho más agresivo. Los verdes dan ventajas con tanta ingenuidad.
Como en muchos conflictos, las causas declaradas de la pelea no siempre son las más verdaderas. En el fondo, en este enfrentamiento no se debate si hay dos, tres o cien géneros. O si son opciones aceptables la zoofilia o el incesto. Lo que se discute es el modelo de convivencia. Se debate si es lícito que las convicciones del que está en mayoría, no importa si es progresista o conservador, se impongan como obligación al que está en minoría. O si preferimos leyes más matizadas, que no sean perfectas para nadie, pero que resulten aceptables para casi todos. Ni verdes ni celestes han respondido a esto todavía.
Doctor en Comunicación Social
El adversario se presenta casi siempre como estúpido o mal intencionado
Por eso no hay acuerdo posible; pactar con el enemigo, además, pone en crisis la propia identidad