LA NACION

El debate de fondo es sobre un modelo de convivenci­a

- Juan L. Iramain

Hay quien piensa que los argentinos, por razones de economía cognitiva, nos sentimos cómodos con las confrontac­iones binarias: realistas contra independen­tistas, unitarios contra federales, peronistas contra gorilas, privatista­s contra estatistas, maradonian­os contra messiánico­s, pañuelos verdes contra celestes, Nicole contra Pampita, y así hasta el infinito. Criados en la disyuntiva River-Boca, nos definimos por lo que queremos, pero sobre todo por lo que rechazamos. Nada más efectivo para configurar la propia identidad, como bien lo sabe Durán Barba.

Conloscaño­nestodavía­humeantes después de la batalla por la legalizaci­ón del aborto, asoma una nueva cruzada en torno a la educación sexual que pone en una trinchera a progresist­as –casi todos, además, portadores de pañuelos verdes, insignias del combate anterior– y en la otra a conservado­res, que en su mayoría todavía llevan orgullosos su triunfante pañuelo celeste.

Ni el más experto baqueano logra saber, a esta altura, quién disparó la primera bala: las acusacione­s cruzadas entre trincheras se multiplica­n al infinito. Quizás el primer hecho directamen­te relacionad­o con este conflicto del que hay evidencia irrefutabl­e es que en octubre de 2006, el Congreso aprobó con mayoría abrumadora en ambas cámaras una ley para crear el Programa Nacional de Educación Sexual Integral. En su artículo 5, la ley establecía que cada colegio adaptaría los contenidos educativos que establecie­ra el Ministerio de Educación “a su realidad sociocultu­ral, en el marco del respeto a su ideario institucio­nal y a las conviccion­es de sus miembros”. Por si el postulado no fuera lo suficiente­mente flexible, una disposició­n transitori­a establecía que se podía tomar hasta cuatro años para empezar a cumplir con la ley.

La norma parecía de fácil cumplimien­to, pero el tiempo volvió a darle la razón a Borges: ante un reglamento, el argentino “se pone a conjeturar de qué manera burlarlo”. Casi 12 años más tarde, amparadas en el federalism­o, solo 9 de las 24 jurisdicci­ones habían adherido a la ley. El bando conservado­r se anotó un triunfo modesto, el de ganar algo de tiempo, con una táctica simple y efectiva: aprovechar la desidia del gobierno nacional y de las provincias para que una ley que podía tener alguna arista polémica (al fin y al cabo, establecía que había que hablarles de sexo a los chicos en los colegios) se convirtier­a en letra muerta.

Así las cosas, y sobre todo después de perder –al menos transitori­amente– la batalla de la legalizaci­ón del aborto, el bando progresist­a empezó a desplegar su estrategia de contraataq­ue. La primera medida ya generó turbulenci­as. El Ministerio de Educación de la Nación lanzó una encuesta en los colegios para determinar si la ley se estaba cumpliendo o no. Muchos encuestado­res hicieron su trabajo sin pena ni gloria, pero unos pocos padres y directivos de colegios del bando conservado­r, al grito de “con mis hijos no te metas”, les negaron la entrada a algunos funcionari­os que habían ido a encuestar. El resultado fueron escaramuza­s que pronto se

inmortaliz­aron en videos tomados con celulares. Hoy son material que alimenta la indignació­n en los grupos de WhatsApp de las trincheras de ambos bandos.

Fue entonces cuando el progresism­o eligió redoblar la apuesta: un nuevo proyecto de ley, que procura que la ley de 2006 sea de orden público, avanza en Diputados. De aprobarse, todas las institucio­nes educativas del país, públicas o privadas, quedarían obligadas a enseñar los contenidos que establezca el Ministerio de Educación en materia de educación sexual, sin que se le puedan hacer adaptacion­es conforme a los idearios institucio­nales o conviccion­es de sus miembros. Si la ley de 2006 no cosechó demasiadas adhesiones, no hace falta ser Nostradamu­s para anticipar una escalada en la confrontac­ión a causa de este nuevo proyecto.

En el imaginario de sus enemigos, los progresist­as son activistas a sueldo del Banco Mundial o la Fundación Rockefelle­r, promotores de la demoníaca “ideología de género”. Esta filosofía postularía que todo vale en materia de identidad de género, porque se puede ser hombre, mujer, indefinido, fluido, u otra centena de variantes, ninguna excluyente de la otra. Y que todo está permitido en lo que se refiere a prácticas sexuales, con la única restricció­n de que no se avasallen derechos y preferenci­as de terceros.

Para los progresist­as, sus enemigos conservado­res son autómatas medievales, teledirigi­dos desde el Vaticano o desde algún templo evangélico barrial, en su mayoría homofóbico­s, decididos a imponer su visión retrógrada en

una sociedad democrátic­a que se supone debería ser abierta y plural. Si de ellos dependiera –creen los progresist­as–, todos estaríamos obligados a vivir como hace cien años, cuando el matrimonio era de uno con una y para siempre, y cualquier alternativ­a era condenada por antinatura­l y peligrosa.

Con las posiciones radicaliza­das, el adversario, además de estar equivocado, se presenta casi siempre como estúpido o mal intenciona­do. Por eso no hay acuerdo posible. Pactar con el enemigo, además, pone en crisis la propia identidad. La grieta es insalvable y lo que hay de cada lado son trincheras. Un arsenal de audios, videos, memes y links a sitios más o menos marginales sirve para ridiculiza­r al enemigo y confirmar en la fe a cada bando. Todo sirve para revalidar lo que ya sabemos: el enemigo es un progre degenerado o un conservado­r medieval, según de qué lado se esté.

El conservadu­rismo, siempre a la defensiva, aprende lento. Niega el problema hasta que le estalla en la cara. En este caso, prefirió no aplicar una ley –la de 2006– que, respetando las conviccion­es de todos, podría haber contribuid­o a reducir los embarazos de adolescent­es y las enfermedad­es de transmisió­n sexual. Cuando en 2018 vislumbra el riesgo de que alguien imponga una norma mucho más agresiva, por fin reconoce que algo habría que hacer. Quizá sea tarde.

El progresism­o, por su lado, se atolondra: ve un flanco abierto y ataca con todo su arsenal sin antes buscar más consensos. Si ya costaba que en la mayoría de los distritos se implemente una ley bastante tolerable para el conservadu­rismo, cómo no esperar una fuerte resistenci­a a un proyecto mucho más agresivo. Los verdes dan ventajas con tanta ingenuidad.

Como en muchos conflictos, las causas declaradas de la pelea no siempre son las más verdaderas. En el fondo, en este enfrentami­ento no se debate si hay dos, tres o cien géneros. O si son opciones aceptables la zoofilia o el incesto. Lo que se discute es el modelo de convivenci­a. Se debate si es lícito que las conviccion­es del que está en mayoría, no importa si es progresist­a o conservado­r, se impongan como obligación al que está en minoría. O si preferimos leyes más matizadas, que no sean perfectas para nadie, pero que resulten aceptables para casi todos. Ni verdes ni celestes han respondido a esto todavía.

Doctor en Comunicaci­ón Social

El adversario se presenta casi siempre como estúpido o mal intenciona­do

Por eso no hay acuerdo posible; pactar con el enemigo, además, pone en crisis la propia identidad

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