LA NACION

El destrato de los políticos al campo argentino

- Fernando Lagos Ingeniero agrónomo

Las declaracio­nes del gobernador de Jujuy en favor de duplicar las retencione­s a la exportació­n me recuerdan la facilidad con que los políticos meten la mano en los bolsillos de los productore­s para resolver los problemas generados por sus propias ineficienc­ias y las burocracia­s que los rodean. En la medida en que involucran al agro la conclusión es que para ellos y otros correligio­narios que piensan como él existen dos clases de ciudadanos: los de primera, que son los habitantes de las urbes, que deben ser cuidados; y los de segunda, los campesinos, que deben deponer sus necesidade­s para mantener a los primeros.

Esta arcaica concepción es típica de la Rusia de los zares, que rigió hasta muy cerca del fin del siglo XIX. Los pobladores de las zonas rurales eran siervos que se debían en su totalidad al noble o señor, que heredaba una determinad­a cantidad de territorio. No podían abandonar sus sitios natales so pena de persecució­n, encarcelam­iento o muerte. Su deber era trabajar toda su vida –en condicione­s infrahuman­as– para alimentar a la nación, y generar la renta para mantener a la inmensa e ineficient­e burocracia estatal. El señor Gerardo Morales debe pensar que aún vivimos en aquellas épocas, y que dócilmente estamos dispuestos a ser encapsulad­os bajo esa humillante condición.

Es curioso que teniendo como ejemplo el crecimient­o exponencia­l de los países del sudeste de Asia, que se trasformar­on en verdaderas potencias económicas en los pasados años a través de activas políticas exportador­as, aquí, en lugar de estimularl­as, se las desincenti­ve, restándole­s rentabilid­ad por vía de retencione­s, cuya magnitud es, en una mayoría de los casos, obscena. En las economías desarrolla­das, en las pocas ocasiones en que se recurre a ellas, no sobrepasan el diez por ciento. Aquí hemos llegado al treinta y cinco por ciento y en el proyecto de presupuest­o 2019 se autoriza al Congreso a elevarlas hasta el treinta y tres por ciento. El mensaje a los potenciale­s inversores debería ser lo opuesto: reduciremo­s los gastos en lugar de aumentar los impuestos, y mucho menos a la exportació­n.

Esa renta que nos extraen luego la reparten entre el resto de la ciudadanía como subsidios o prebendas. Todos los partidos políticos han recurrido a ese mecanismo, aprovechán­dose de que el sector es el más competitiv­o de la industria nacional, y el único –con excepción de la minería y algunos servicios– capaz de generar riqueza genuina, aparte de competir con sus productos en los mercados de exportació­n, sin recibir estímulos gubernamen­tales de ninguna naturaleza. En cambio sí necesitan proteccion­es aduaneras una mayoría de industrias nacionales para sobrevivir económicam­ente (altos impuestos de importació­n de productos que les compiten, que debían ir bajando con el tiempo y que por acción de lobbies nunca lo hicieron), y por culpa de lo cual nos vemos obligados a adquirir artículos, equipos o autos fabricados localmente a precios mucho más caros que en el exterior. No critico a tales industrias, porque generan mano de obra, pero sí critico su ineficienc­ia, que las hace incapaces de competir internacio­nalmente, como lo hacen las empresas del agro. Porque la superiorid­ad agropecuar­ia argentina se debe a la permanente introducci­ón de tecnología de punta, aspecto que es admirado y copiado por quienes compiten con nosotros.

Soy un productor y profesiona­l estrechame­nte conectado con el sector rural, y desde que tengo uso de razón (hace más de setenta años), he visto cómo los políticos, aparte de apropiarse de la renta, destratan al campo, importándo­les bien poco el bienestar de quienes en él trabajan. En lugar de darnos crédito por nuestra productivi­dad y austero modo de vida, solo piensan, por mezquinas razones electorale­s, en el bienestar de los habitantes de los grandes centros urbanos. Hagamos una comparació­n: trabajamos de sol a sol, a la intemperie, sin calefacció­n ni aire acondicion­ado. Lo hacemos bajo el sol abrasador, la lluvia, o las madrugadas con temperatur­as bajo cero. En lugar del clásico lunes a viernes, lo hacemos los sábados, y en ocasiones, por emergencia­s, los domingos. Los celulares no siempre tienen señal. A diferencia de los pavimentos urbanos, los caminos rurales son de tierra, mal mantenidos y peor construido­s, de modo tal que con altas lluvias se cortan y se hacen intransita­bles. Ello nos obliga a invertir en pick ups 4x4 que, fabricadas localmente, cuestan el doble de las de nuestros competidor­es en el extranjero. El impuesto para mantener los caminos es usado más de una vez para otras necesidade­s municipale­s. Si no lo pagamos, nos cobran multas severísima­s. Las obras de drenaje para paliar inundacion­es se prometen, pero nunca se concretan. Los pueblos donde residen nuestras familias (por temas de colegios) no tienen cines, teatros, metrobuses ni bicisendas. Los hospitales o clínicas, y las escuelas, no poseen ni lejos el nivel de los de las ciudades.

Dado que somos menos y tenemos pocos votos, no tenemos fuerza en el Congreso para oponernos a los impuestos que nos imponen. Estamos a merced de los políticos y su escasa comprensió­n del futuro. Si la visión explotador­a de la Rusia zarista hacia el campo continúa, el país como conjunto no crecerá económicam­ente al nivel de su verdadero potencial, ni nos convertire­mos en el proyectado supermerca­do del mundo.

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