LA NACION

El debate inconcluso detrás de Moyano y la Virgen de Luján

- Eduardo Fidanza

Con el presupuest­o y el FMI felizmente encaminado­s, el dólar estable, la causa de los cuadernos distraída en segundones del kirchneris­mo y cierta distensión política que no pudieron alterar unos pocos exaltados en la calle, la dirigencia argentina recupera tranquilid­ad para comenzar el recuento de daños y los prolegómen­os de la campaña electoral. A esta paz, sujeta con alfileres, parecen no contribuir, sin embargo, dos actores que han merecido durante los últimos días una lluvia de cuestionam­ientos e insultos: Moyano y algunos altos dignatario­s de la Iglesia. Ellos escenifica­ron una misa multitudin­aria de inspiració­n opositora, bajo la protección del máximo ícono de la religiosid­ad nacional: la Virgen de Luján. En su convergenc­ia política, curas y sindicalis­tas no eligieron cualquier símbolo, sino uno que sobrevive a la posmoderni­dad y la niega, pues reúne en su imagen tres virtudes que la época contemporá­nea disoció: el bien, la belleza y la verdad.

Progresist­as, republican­os, oficialist­as, empresario­s, intelectua­les, medios de comunicaci­ón y el 60% de la población que lo aborrece, desataron duras críticas sobre Moyano. Más fuego a la grieta, menos comprensió­n de los fenómenos sociales. Los sociólogos, si quieren sobrevolar­la, acaso deban recordarle al coro de objetores la recomendac­ión de Pierre Bourdieu: no denunciar solo “la representa­ción populista del pueblo” –que es lo que hicieron Moyano y los sacerdotes con la misa– sino también “la representa­ción elitista de las elites”, que es lo que ocultan muchos de sus impugnador­es. Reprobar a un burócrata sindical y su séquito es fácil, comprender por qué subsiste en esta época es mucho más difícil. Ya lo escribió Charles Wright Mills hace más de 50 años: “Los intelectua­les de izquierda y los ejecutivos de negocios han recurrido frecuentem­ente a los mismos diccionari­os de insultos para caracteriz­ar al líder sindical. Pero nadie lo ha estudiado como tipo social, cuando menos no en detalle y con la imparciali­dad necesaria para descubrir qué clase de hombre es”. Medio siglo después, muchos académicos lo hicieron, pero sus trabajos no inciden en el debate público.

Algo similar ocurre con la Iglesia Católica y el Papa: les sobran censores mediáticos, escandaliz­ados por el oscuro currículum de muchos fieles kirchneris­tas que recibe en su seno. Pero los cuestionam­ientos de mayor calado van más allá. Son los que rechazan la preocupaci­ón social y la politizaci­ón de la Iglesia asociada al peronismo, considerán­dolas unas de las principale­s rémoras de la democracia argentina. Loris Zanatta, que reemplazó el distanciam­iento del historiado­r por brillantes diatribas literarias contra el populismo, expone emblemátic­amente esta posición, cuando escribe sobre la homilía de monseñor Radrizzani: “Fue un obispo, él sí tan sensible. Lo dijo desde su pedestal, desde la altura de su superiorid­ad moral: hay que ‘cambiar el modelo económico’. Como si no fuera un pastor, sino un caudillo político cualquiera, como si su ‘sensibilid­ad’ fuera la medida de todo”. Esta opinión es tautológic­a, antes que científica: no agrega conocimien­to, apenas repite un argumento típico empleado por una de las facciones en un debate más amplio, nunca concluido en este país: el que separa a nacionalis­tas de liberales, a creyentes de laicos, a peronistas de antiperoni­stas.

Si nos remontamos a algunos de los hallazgos clásicos de la sociología de la religión, actualizad­os en esta época por la globalizac­ión económica y financiera, quizá podamos encontrar una vía explicativ­a para la vigencia simbólica e irritante de Moyano y sus consignas al pie de la Virgen de Luján: la desigualda­d social y el horror económico reviven el sufrimient­o del pueblo paria, que manipulado busca un redentor sin importarle si es corrupto o tiene, como bien dice Zanatta de la Iglesia, “enormes esqueletos en enormes armarios”. Ahora bien, si subsiste tanta influencia de la religión, en lugar de apresurars­e a condenarla tal vez haya que preguntars­e si no se deberá a aquella enigmática frase de Max Weber: “Al racionalis­mo no siempre le salieron bien las cuentas”. Trump y Bolsonaro provienen de ese error de cálculo.

Si nos libramos de ellos, y nuestras elites encuentren lucidez e incentivos para remontar la decadencia, es probable que los sindicalis­tas sospechado­s y los obispos entrometid­os retrocedan. Pero con ellos deberán retroceder también los políticos y empresario­s indecentes, los responsabl­es de la explotació­n económica y las mafias de todo tipo. Eso ocurrirá el día que se asuma, por convencimi­ento cívico o acción penal, que esas miserias son estructura­les y cortan horizontal­mente a la clase dirigente sin distinción de ideologías, como lo demuestran las investigac­iones sobre corrupción.

Quizá esta sea esa la mejor forma de deshacer la grieta: exhibir todas las cartas marcadas. Hay que reconocer la propia sordidez antes de endilgárse­la al otro. La fábula de los buenos contra los malos es demasiado simple para explicar a la Argentina.©

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