LA NACION

Freddie Mercury o la conciencia total del instante

- Pablo Plotkin

esta semana se estrena Rapsodia bohemia, la biopic de Freddie Mercury dirigida por Bryan Singer. La crítica no la recibió con entusiasmo, pero casi todos destacan el trabajo del protagonis­ta, Rami Malek, y la recreación del show de Queen en el Live Aid 85. Veinte minutos que cambiaron la historia del rock en vivo.

Cuando Bob Geldof organizó el concierto benéfico en Wembley para combatir el hambre en Etiopía, Queen, por supuesto, ya era una banda consagrada, pero su cumbre creativa había quedado atrás después del álbum The Game, de 1980. Ese día había tantas estrellas en estado de gracia que era difícil saber por dónde empezar (David Bowie, Elton John, Phil Collins, Tina Turner, Sting), sin contar a las leyendas (Mick Jagger, la reunión de los Who) y a unos jóvenes U2 que venían a romper todo.

No estaba en los planes de nadie que Queen se robara el espectácul­o, excepto en los de Freddie, que había ido ahí básicament­e para eso. No hay, en toda su actuación, un solo atisbo de duda ni un segundo regalado a la suerte. Con cada gesto le está diciendo al mundo que no hay nadie que haga ese trabajo como él.

En la historia de la música popular se dan esos momentos en los que un artista parece tener conciencia plena de su legado, de la trascenden­cia particular del instante. Se puede detectar, por ejemplo, en la mirada y el canto abismal de Kurt Cobain en el MTV Unplugged de Nirvana. Pero lo que en Cobain 93 es desolación y advertenci­a, en Freddie 85 es confort y satisfacci­ón, el despliegue sin esfuerzo de una destreza fenomenal para controlar las emociones del público.

Aquel 13 de julio Freddie tenía 38 años y salió al verano de Londres con un atuendo que se volvería emblema: musculosa, cinturón de cuero y tachas en combinació­n con el brazalete, el Wrangler de tiro alto decolorado y las Adidas. Si alguien quisiera representa­r los 80 en una sola imagen, no tendría más que imprimirlo en un póster Pagsa. El pelo húmedo peinado para atrás, el bigote porno, la dentadura en balcón, el matorral negro saliéndole del escote... Pocas veces la sensualida­d fue tan singular y tan categórica. Freddie en modo dios y modo diablo, varonil y femenino al mismo tiempo, tonificado, natural e inalcanzab­le, completame­nte dueño del show, las piernas abiertas sobre las tablas como si un láser lo conectara al centro de la Tierra. Por encima de todo, La Voz: desarma al piano en el comienzo y en el final (“Bohemian Rhapsody” y “We Are the Champions”), somete en “Radio Ga-ga”, te saca a bailar en “Crazy Little Thing Called Love”. “Toda banda debería estudiar Queen en el Live Aid –dijo Dave Grohl alguna vez–. Si de verdad sentís que esa barrera se cayó, te convertís en Freddie Mercury”.

Lo que en general no se dice es que ese rato de magia fue también producto del trabajo. Casi todas las bandas fueron al Live Aid sin ensayar, sabiendo que con el oficio les sobraba para sus quince minutos solidarios. Pero Freddie fue a otra cosa, y encerró a Queen durante una semana en el teatro Shaw para darle forma al set, que se convirtió en un relanzamie­nto. Un año después la banda volvería a Wembley con un concierto propio. Freddie ya estaba enfermo, seguía siendo un frontman único, pero lo implacable había dado paso a una nueva fragilidad.

La generación que entró a la adolescenc­ia en los 90 es probableme­nte la que se tomó más en serio la necesidad de usar preservati­vo. A veces pienso que se debe al shock que nos provocó la muerte de Freddie. Si el sida podía destruir algo tan poderoso, por aquel entonces debía ser capaz de cualquier cosa.

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