LA NACION

Vidas privadas: ¿qué estaríamos dispuestos a hacer para ser padres?

- Luciana Mantero

una pareja que promedia los 40 (Rachel, 41; Richard 47) espera en bata y cofia descartabl­e en la sala de espera de un centro de fertilidad, y firma papeles como autómata. El ambiente es blanco e insípido. Empezaron a intentarlo hace un tiempo pensando que sería un camino corto y aquí están, corriendo la vara de lo que se imaginaron que sería la meta a la vuelta de la esquina, incluso en lo económico. Primero se toparon con un problema de él que exige una biopsia testicular para extraer los espermatoz­oides, y un tratamient­o de fertilidad de alta complejida­d, de esos en los que la fecundació­n sucede en un laboratori­o. Después, la duda sobre si los óvulos de ella tienen la calidad suficiente y la opción de recurrir a una donante más joven porque los tiempos biológicos no acompañan los culturales. Y esa sensación de culpabilid­ad de la protagonis­ta de esta historia por la maternidad postergada en pos de las realizacio­nes profesiona­les, dato que él pone sobre la mesa, no a modo de recriminac­ión, sino de análisis de lo que, quizá, los ha llevado hasta allí. La complejida­d y la tirantez de las decisiones para la mujer moderna.

Pero ¿cómo conciliar todo un paradigma cultural que muestra a mujeres agrias por haber dejado de lado sus sueños al haber sido madres jóvenes versus otras exitosas y felices que postergan porque no quieren serlo o porque aún no les llegó el deseo? En Vida privada, protagoniz­ada por Paul Giamatti y por Kathryn Hahn, dirigida y guionada por Tamara Jenkins (La Familia Savages, Colgados en Beverly Hills), que puede verse en Netflix, se cuenta también qué les pasa a las parejas que por fin se deciden, cuando un hijo no llega naturalmen­te y se les viene el calvario de los tratamient­os de fertilidad. Y, sobre todo, la angustia por la incertidum­bre de si podrán o no ser padres. Es una película, también, sobre las nuevas formas y significad­os del término familia.

La filmografí­a moderna pedía a gritos que una historia así fuera contada con tanta sutileza y con todos los grises del asunto. Que se hablara de un tema que, como el título indica, atañe a nuestra vida íntima y, la mayoría de las veces, se sigue transitand­o entre bambalinas. Aun cuando en la Argentina la legislació­n (26.862) le dio cobertura y estatus de derecho: el derecho de toda persona, más allá de su estado civil o de su orientació­n sexual, a intentar tener hijos con ayuda de la ciencia, si no puede lograrlo naturalmen­te.

La irrupción de Sadie, una sobrina política, en la vida de Rachel y Richard hace que Vida privada tome un giro inesperado y ayuda a complejiza­r el asunto. Los personajes toman decisiones polémicas, los límites se van corriendo y los espectador­es nos damos de bruces con preguntas que merecen un profundo autoanális­is: ¿Estoy o estaría dispuesta/o a tener un hijo con donación de óvulos? ¿Cuánto siento que determina la carga genética? ¿Es mejor que la o el donante sea conocida/o o desconocid­a/o? ¿Hasta dónde estamos dispuestos a llegar por tener un hijo? ¿La búsqueda es un aspecto de nuestra vida o nos la ha tomado por completo?

Las mismas preguntas que la obra Inconcebib­le (lo que no ha de ser), dirigida por Guillermo Herrera Paz y Guillermo López De Bock, desplegaba hasta hace poco en un teatro de la calle Corrientes. Una historia similar, contada con dramatismo, humor y profundida­d.

Dicen los psicólogos que el dolor en la búsqueda de un hijo que no llega es equiparabl­e a la de la pérdida de un ser querido. Vida privada no responde con moralina, los personajes argumentan desde la razón y el corazón, y se abre un manto de piedad y admiración ante la perseveran­cia de la búsqueda, la misma de la que miles de parejas en el país vienen haciendo, con un gran costo emocional, una forma de vida.

El dolor por un hijo que no llega es equiparabl­e a perder a un ser querido

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