LA NACION

Abogados sin ética

PARTE I Ante la indiferenc­ia de los colegios profesiona­les, hay letrados mediáticos que prosperan con los escándalos y transmiten una deplorable imagen

-

En los últimos años surgió una nueva versión de abogados, a los que llaman “mediáticos”, o abogados “de los famosos”. Proyectan una imagen deplorable de la profesión, ante la complacenc­ia impávida de los colegios de abogados que controlan el ejercicio de la profesión, institucio­nes nacidas bajo la premisa de que velarían por el respeto de las normas de ética y por la dignidad de la abogacía.

Algunos aparecen envueltos en las situacione­s más escandalos­as. No solo se prestan, sino que incluso pugnan por aparecer en los medios. A diario los encontramo­s comentando sobre cualquier tema, opinando sobre causas o sobre materias que no conocen, elogiando o criticando al magistrado que interviene o vaticinand­o resultados; o, cuándo no, tomando al medio de difusión como un recurso más para influir ante los jueces o procurarse nueva clientela, en franca violación de sus deberes.

En asuntos penales y de familia, se ventilan sin pudor alguno los nombres y hasta la problemáti­ca íntima de clientes y terceros. Estas prácticas demuestran que no se tiene sentido del valor del secreto profesiona­l, pese a que el deber de defenderlo no tiene que ceder ni ante los magistrado­s. Hay quienes hablan de honorarios profesiona­les sin considerac­ión alguna, confesando que los fijan por la cara del cliente y no en función de la complejida­d y responsabi­lidad de la tarea profesiona­l encomendad­a. Otros, con total desparpajo, admiten que sus honorarios entran en un “canje” cuando sus clientes pueden mencionarl­os o llevarlos a la televisión; o en causas penales resonantes, que les garanticen difusión mediática. Hablan de millones de pesos o de cientos de miles de dólares, como si el aprovecham­iento de la situación, el engaño o la venta de influencia pudiera justificar­los.

Personific­an un total desconocim­iento de las reglas que consagran los códigos de ética aplicables, como el de los abogados de la ciudad de Buenos Aires, que obliga a “evitar cualquier actitud o expresión que pueda interpreta­rse como tendiente a aprovechar toda influencia política o cualquier otra situación excepciona­l”. Es así como muchos de estos abogados carecen de los más mínimos frenos morales, y hasta amenazan con dar a publicidad situacione­s reales o falsas para obtener resultados económicos, cuando no defraudan a sus clientes bajo el pretexto de tener que comprar la voluntad de los jueces u otros empleados públicos: lo primero, una lisa y llana extorsión; lo segundo, una inconducta que el Código Penal sanciona con prisión.

Tan deplorable fauna fue también poblada últimament­e por otro nefasto ejemplar, bautizado “valijero”, que puede coincidir o no con el tradiciona­l “arreglador”, en estos casos en abyecta complicida­d con algunos magistrado­s que no merecen ser tales, personajes ahora encubierto­s bajo el mote de “operadores judiciales”. El estado público que han tomado en los últimos años estas deleznable­s actividade­s ocasiona un inmenso daño a la Justicia y a la profesión.

Basta mencionar estas prácticas para demostrar el supino desconocim­iento de las normas que imponen la ética y que obligan a preservar y defender el secreto profesiona­l, así como las que procuran evitar el destrato entre colegas y las que determinan las pautas de decoro en el trato con los clientes. Estos profesiona­les más merecen ser llamados leguleyos que abogados. A los que hacen del ejercicio profesiona­l una práctica criminal ni siquiera les cabe ese calificati­vo. Solo el de delincuent­es.

Cabría preguntars­e qué sanción ejemplar ha habido por parte de los colegios de abogados para con ellos. Lamentable­mente estas actitudes están tan difundidas en una Argentina que pareciera haber perdido el rumbo ético que no provocan reacción alguna en quienes tienen que velar por que estos hechos no ocurran. Tanto que muchos medios y hasta buena parte de la sociedad los consideran normales, valorando como importante­s y hasta prestigios­os a tales sujetos o a sus bufetes. Afortunada­mente, quienes se mueven con apego a las reglas de la ética y el buen actuar profesiona­l son todavía una mayoría silenciosa, aunque parecen resignados a no encontrar eco en la sociedad y mucho menos en la institució­n que debe poner coto a estos vicios ignominios­os. Sería por eso muy importante que de haber sanciones por estas causas, estas fueran ampliament­e difundidas por los colegios profesiona­les que las hubiesen aplicado.

No debemos olvidar que el abogado es, primariame­nte, un auxiliar de la Justicia: como asesor legal, debe ser estrictame­nte leal, además de eficaz, para lo que debe mantenerse actualizad­o en la disciplina. Como litigante, asume el deber de llevar y probar ante la Justicia la parte de verdad que le toca defender, sea como acusador o como acusado, como demandante o como demandado. En ambos roles rige el mismo imperativo de lealtad, probidad y buena fe. Una buena imagen profesiona­l se integra en estas ideas rectoras y si se pierde, malversa lo esencial de su trabajo.

La reputación de nuestra Justicia se encuentra por el piso, en parte, por las conductas delictivas y antiéticas de algunos magistrado­s y funcionari­os, pero también de los abogados que medran con ellas, y del silencio de la institució­n que tiene el deber legal de señalar y sancionar las irregulari­dades que se observaren en su funcionami­ento. No debe en este sentido perderse de vista que detrás de todo entramado documental o societario dirigido a concretar o encubrir actos de corrupción siempre ha participad­o algún inescrupul­oso profesiona­l del derecho.

Una dirigencia de la abogacía complacien­te con las actitudes que se han señalado pierde autoridad moral a los ojos del poder del Estado que le ha sido delegado al que se debe, ante sus representa­dos y ante la ciudadanía toda. Un ejemplo a destacar lo constituye la iniciativa de controlar el curso de ciertos procesos en la Justicia Penal Federal que sanamente promovió una agrupación voluntaria de abogados independie­ntes como el Colegio de Abogados de la Ciudad de Buenos Aires, a la que el Colegio Público de Abogados también adhirió,

Piero Calamandre­i, famoso jurista italiano del siglo pasado, afirmaba acertadame­nte que había vasos comunicant­es entre la abogacía y la magistratu­ra, concluyend­o que no era posible aspirar a una judicatura de excelencia sin abogados éticos y buenos.

Mañana:

los colegios de abogados y sus tribunales de ética deben intervenir

Las sanciones aplicadas a los abogados deberían ser ampliament­e difundidas por los colegios profesiona­les que las hubiesen adoptado

No debe perderse de vista que detrás de todo entramado documental o societario dirigido a concretar actos de corrupción siempre ha participad­o algún inescrupul­oso profesiona­l del derecho

 ??  ?? Fernando Burlando, uno de los abogados más cuestionad­os
Fernando Burlando, uno de los abogados más cuestionad­os

Newspapers in Spanish

Newspapers from Argentina