Si no logra los cambios prometidos, la ola también se lo tragará
Cuando se cerraron las urnas el domingo al atardecer, el nuevo panorama había quedado claro: con 57 millones de votos, el programa de ultraderecha de Jair Bolsonaro había aplastado a la centroderecha de Fernando Henrique Cardoso y reducido a golpes a la centroizquierda de Lula.
Más allá de la ventaja de 10 millones de votos que le sacó a Fernando Haddad, su contrincante del PT, Bolsonaro logró además que se impusieran sus candidatos predilectos en los gobiernos estatales de San Pablo, Río de Janeiro, Minas Gerais, Santa Catarina, Paraná y Rio Grande do Sul. Contra todas las previsiones, el excapitán del Ejército logró que entrara tanta gente de sus filas en Diputados que ahora comanda el segundo bloque de escaños (los próximos días logrará aumentarlo por medios legales hasta transformarlo en el primero).
Después de tres años de campaña permanente sin dinero público, sin tiempo oficial en la televisión, sin el apoyo de grandes conglomerados económicos, remando contra la prensa, los intelectuales y el establishment, Bolsonaro se llevó por delante el orden político que gobierna a Brasil desde que los militares dejaron el poder, hace treinta años.
Sería un error, sin embargo, interpretar este ciclo electoral como simple resultado del bolsonarismo. El “capitán” no es la causa del movimiento popular antisistema que amenaza hoy la vida pública brasileña. Él es, en realidad, su síntoma más histriónico.
El orden brasileño que se conoce como Nueva República empezó a crujir en 2013, cuando millones de personas salieron a las calles a protestar contra toda la clase política. En aquel momento, Bolsonaro era uno de los tantos inexpresivos diputados que vieron con pánico cómo una multitud de jóvenes avanzaba hacia el Parlamento con ganas de quemarlo.
En 2014 vino el maremoto. La operación Lava Jato le dio a la sociedad un tipo de información que antes no había salido a la superficie. Por primera vez en democracia, la gente aprendió cómo hace un presidente en Brasilia para gobernar. El mecanismo fue idéntico con Lula y Cardoso, Sarney y Rousseff: el Poder Ejecutivo y el Poder Legislativo venden leyes a grupos económicos que, a cambio, les financian las campañas a diputados, senadores, alcaldes, gobernadores y candidatos presidenciales.
El resultado es un Estado gigantesco que gasta siempre más, pero entrega bienes particulares, no públicos. La factura que queda como resultado se nota por doquier. Por ejemplo, los 60.000 homicidios por año, número que suma más que todos los de Irak, Siria y Afganistán juntos. O el hecho de que 103 millones de ciudadanos no tengan acceso a cloacas ni agua potable. O los índices de analfabetismo. O el estado de los hospitales. Con la Lava Jato, la gente también aprendió que la Corte Suprema no es mejor que el Parlamento y que los órganos de control son controlados por aquellos a quienes deberían controlar.
En Brasil, el robo no es para la corona. El saqueo alimenta un pacto oligárquico que incluye a la derecha y a la izquierda, de norte a sur del país.
También sería un error grosero atribuir la victoria de Bolsonaro a un sentimiento fascista. Las declaraciones, los gestos y los compromisos históricos del nuevo presidente representan un horror imposible de digerir para quien tenga la más mínima memoria de los años de plomo en América Latina o se asome a ver qué sucede hoy en Turquía o Filipinas. Pero Bolsonaro también fue elegido con votos de personas negras, de mujeres, de gays. Lo hizo asentado sobre las tres instituciones que los brasileños todavía respetan: la familia, la religión y las Fuerzas Armadas.
Supo hacerlo sin contar con grandes fortunas, gracias sobre todo a su red de voluntarios en Facebook y WhatsApp.
El rugido que llevó a Bolsonaro a la presidencia asusta. Hay un clima de tensión permanente en las calles, las universidades y las redes sociales. Por primera vez, un presidente anuncia que las minorías deben inclinarse delante de las mayorías y defiende la tortura como método de restauración del orden social.
El futuro de Brasil es una gran incógnita y la dirección general parece aterradora.
En sus primeros meses, Bolsonaro contará con el apoyo de Estados Unidos, China, India y parte de Europa. Tendrá buenos amigos en Chile y Colombia. El canciller argentino ya dejó en claro que también lo recibirán con alfombra roja en Buenos Aires.
Bolsonaro supo cómo empezar a surfear la ola de comprensible rabia popular que se extendió por todo Brasil. Pero si no produce los cambios que prometió en la campaña, esa misma ola terminará por tragárselo.
El autor es investigador de la Fundação Getulio Vargas