La revolución silenciosa de los neopentecostales
Una tercera parte de la población brasileña se sumó a esa iglesia y votó en su mayoría a Jair Bolsonaro
Una de las lecturas posibles de las últimas elecciones brasileñas evoca un proceso sociocultural subrepticio que algunos han dado en denominar “la revolución neopentecostal”. El término no es antojadizo. De los 565 millones de pentecostales que hay en todo el mundo, la mayoría se encuentran en África, donde hay aproximadamente 350 millones; 107 millones están en América Latina, y 50 millones de ellos se encuentran en Brasil. En suma, una tercera parte de la población brasileña profesa esa devoción. La mayoría de los miembros de ese sector votaron a Jair Bolsonaro luego de una febril campaña lanzada por sus pastores.
Surgido a principios del siglo XX en el sur y en el lejano oeste de los Estados Unidos, el neopentecostalismo fusionó en la fe a negros y blancos. Traspasada esa frontera de hierro, prosiguieron su prédica misional diseminándose en todo el mundo. Pero su crecimiento se tornó vertiginoso durante los últimos 30 años. Sus causas distan de ser lineales. Suele interpretarse el nuevo pentecostalismo como un neoconservadurismo reaccionario respecto de los derechos civiles conquistados por mujeres y minorías sexuales desde los años 60. Se trata de una lectura frugal, concentrada en aquello a lo cual se oponen, que omite otros sentidos positivos que la nueva fe supone para sus fieles. Sus claves se remontan al contexto histórico de los años 80 y 90 del siglo pasado.
La crisis de la deuda, el fin de la Guerra Fría y, finalmente, la revolución tecnológica posterior barrieron con las modalidades de empleo propias del patrón fordista. Millones de inmigrantes del nordeste se congregaron en San Pablo y Río de Janeiro sin poder conseguir una ocupación formal. La Iglesia Católica, que durante los años 60 había tenido un papel protagónico en las grandes favelas industriales a instancias de la Opción por los Pobres, retrocedió por la represión militar y la fuerte condena de Juan Pablo II a la Teología de la Liberación. Ese lugar vacante fue llenado, tanto en Brasil como en el resto de América Latina, por el neopentecostalismo.
En barriadas superpobladas y hacinadas, sin espacio para el esparcimiento, el crimen y el narcotráfico hallaron el caldo de cultivo ideal. Sus principales secuelas fueron los millones de jóvenes asesinados, muertos por sobredosis o por el sida. A la angustia del desarraigo se le sumó la anomia que disolvía sus familias y se devoraba a sus hijos. Fue en ese contexto que emergieron los nuevos pastores. La acción de los misioneros norteamericanos y europeos prendió enseguida y generó una corriente evangélica autóctona cuyos referentes lograron conciliar exitosamente tradiciones ancestrales soterradas por la jerarquía católica con otras muy arraigadas en los sectores populares: desde los africanismos hasta el espiritismo.
De la Opción por los Pobres se transitó a la opción de los pobres para los pobres. Los nuevos pastores eran en su totalidad vecinos carismáticos del barrio capaces de comprender a sus pares, a veces con un pasado en el alcoholismo, las drogas y el delito. Proliferaron templos radicados en los pequeños comercios o aun viviendas de los religiosos que luego se trasladaron a talleres abandonados, cines y clubes deportivos. Bastaban 50 sillas de plástico, un piano y un potente equipo de música para que su prédica ganara densidad. Los nuevos centros religiosos brindaban ayuda social, atención sanitaria y entretenimiento y contención para los jóvenes, apartándolos de la tentación circundante de las drogas, el delito y la prostitución. Llegados a este punto, es necesario proceder al análisis de los comunes denominadores de las distintas comunidades neopentecostales.
En primer lugar, la an ti victim iza ción. Ser rebautizado en el Espíritu Santo supone acceder al poder y predisponerse a luchar en contra de la miseria entendida como un lastre del pecado. Las conversiones actualizan psico dramática mente el tormento espiritual del pecador, que, al compás de las exclamaciones exorcizantes del pastor y con un trasfondo de música modulada para la ocasión, ingresa en una suerte de trance que lo contacta con el poder sobrenatural. Una vez empoderados, bajo la activa supervisiónd el acom unidad, los bautizados comienzan un re disciplina miento de sustitución funda do en el trabajo duro y metódico para salir de la pobreza mediante cualquier actividad digna más allá de sus exigencias. Como la conversión involucra a todo el clan, en pocos años las mejoras son tangibles merced a una modesta seguridad plasmada en el ingreso de la mayoría en una suerte de clase media baja. Algunos pastores se vuelven incluso millo- narios merced al riguroso pago del diezmo, que retorna mediante una ayuda comunitaria limitada consistente en bolsas de trabajo, préstamos y asistencia, aunque evitando a toda costa la limosna ofensiva a los ojos de Dios. El lujo de los templos refleja una riqueza material contigua a la espiritual. Ambas se retroalimentan, indicando el camino de la prosperidad.
Lejos de renegar del capitalismo, la economía popular que subyace al pentecostalismo lo abraza a través de valores como la confianza, el optimismo y un voluntarismo para el que todo es posible mientras los nuevos ricos espirituales se lo propongan. Otro de sus atractivos consiste en su anti intelectualismo, por el que la fe se expresa en experiencias místicas de hondo contenido emocional y no en saberes teológicos. De ahí la capacidad de los pastores de escoger pragmáticamente los fragmentos evangélicos acordes con la sensibilidad de sus auditorios. Resulta particularmente atractivo para los jóvenes que hallan en la fe el vehículo de despliegue de su manejo de las nuevas tecnologías de comunicación. Los hace sentirse parte del futuro en contra del conservadurismo tecnofóbico de sus padres. Los templos son también un sitio para el cultivo del deporte o de las estéticas musicales como el rock y el rapo las artes escénicas. Si bien defienden a ultranza la familia en su acepción tradicional –rechazan de plano los reclamos del movimiento de mujeres y hablan de “ideología de género”–, condenan el machismo agresivo, procediendo a amansar a los hombres o facilitar a las mujeres maltratadas nuevas parejas con otros miembros del culto.
No es difícil el ascenso de numerosos pastores a la esfera política con sus dotes como cantantes o actores. En Brasil han transitado por múltiples partidos, como lo confirman desde el evangelismo de Marina Silva hasta el del exgobernador de Río de Janeiro Marcelo Crivera. Componen actualmente un bloque legislativo pluripartidario que se abroquela en torno de cuestiones como la lucha contra la inseguridad y el narco, la oposición al aborto y su interdicción de la promiscuidad sexual, cuestiones que merecen sin duda ser consideradas el negativo de las realidades cotidianas de las grandes urbes en línea con los valores de sus comunidades de origen rural. En suma, prosperidad, auto emprendimiento, marketing, espectáculo y delimitación del mal bajo la forma de los problemas de la secularidad urbana confluyen confiriéndoles un valor electoral de primera magnitud en expansión.
El fenómeno brasileño encuentra sus variantes en toda América Latina. En países como Guatemala y Honduras, lejos de ser el 30%, son, respectivamente, un 41 y un 39% de sus poblaciones. Los trabajos de Max Weber, así como los supuestos de las teorías sociológicas del siglo XX, son indispensables para abordar esta revolución silenciosa y pacífica. Pero también conviene ir disponiéndose al desafío de miradas novedosas. Menos como una reacción restauradora que como la expresión de una contemporaneidad de contenidos distintos a los de las teleologías superadas por el curso implacable de este nuevo tiempo sin horizontes precisos.
Bastaban 50 sillas de plástico, un piano y un potente equipo de música para que su prédica ganara densidad
Los nuevos pastores eran vecinos carismáticos del barrio capaces de comprender a sus pares