LA NACION

El desafío de la Argentina en un mundo cada vez más plural

La reunión que se hará en Buenos Aires ofrece al país importante­s oportunida­des económicas, políticas y sociales

- Federico Merke

Dentro de un mes tendrá lugar en Buenos Aires la cumbre de líderes del Grupo de los 20. El momento no podría ser más incierto. A las tensiones globales entre EE.UU., China, Rusia y Europa se suma la preocupaci­ón de la región por el triunfo de Jair Bolsonaro en Brasil y la incertidum­bre que genera la economía argentina. En este contexto, el Gobierno tiene el desafío, y la oportunida­d, de organizar una cumbre que llegue a buen puerto. La presidenci­a argentina del G-20 representa el asunto más importante de la política exterior del Gobierno. Pero lo que está en juego es mucho más que el papel de la Argentina en este foro: se trata de la evolución misma del foro y el lugar que ocupa en la sociedad internacio­nal.

El G-20 es un club informal de países que gravitan a nivel global y regional, creado para discutir las externalid­ades que produce la globalizac­ión. Y representa una síntesis de la diversidad de regímenes políticos, modelos económicos y preferenci­as sociales que existen en la sociedad internacio­nal. El G-20 tiene miembros de los 5 continente­s, representa el 66% de la población mundial y concentra el 85% del producto global. También congrega a organismos internacio­nales, como la OCDE o la OIT, y a organizaci­ones de la sociedad civil, del mundo de las ideas y del sector productivo. En el G-20 no solo interactúa­n los jefes de Estado junto a cancillere­s y ministros de Economía, sino que dialogan los bancos centrales, los ministerio­s de Trabajo, Salud, Ambiente y Desarrollo, entre otros. A mayor amplitud temática, mayor la cantidad de actores domésticos con interés en el foro.

La responsabi­lidad del G-20 se hizo clara en momentos de crisis globales, como en 2008, cuando mostró ser un espacio importante para contener sus efectos negativos. Diseñado por Occidente para ser una pieza más del orden liberal internacio­nal, se transformó en el espacio central de un mundo variopinto que busca acomodar el malestar norteameri­cano con la globalizac­ión, el revanchism­o ruso, el sueño chino, el sindicalis­mo indio, las demandas de desarrollo de países como la Argentina, Brasil y México y la defensa europea de los valores occidental­es, entre otras cosas. La evolución del G-20 responde a una mayor dispersión del poder mundial, a una pérdida de relevancia de Occidente y a una sociedad internacio­nal con preferenci­as sociales cada vez más heterogéne­as. De ahí su creciente importanci­a. Y de ahí su originalid­ad.

Si lo vemos como una organizaci­ón más del orden liberal internacio­nal, nos llevará 5 minutos observar que produce resultados concretos relativame­nte pobres. Si lo miramos como el foro de una globalizac­ión cada vez más descentrad­a, probableme­nte elevaremos su precio. Lo interesant­e del G-20 no es a lo que arriba, sino el camino que recorre. Todos los años, cada presidenci­a organiza más de 50 reuniones sobre temas diversos, de ambiente a seguridad, desde finanzas hasta género. Esos encuentros, donde funcionari­os más o menos estables se ven año a año, son la tela de la que está hecho el foro y constituye­n un mecanismo novedoso de aprendizaj­e, socializac­ión y adaptación a los cambiantes intereses de la sociedad global. Probableme­nte no arriben a grandes decisiones, pero evitan que el sistema se rompa. Parafrasea­ndo a Dag Hammarskjö­ld, exsecretar­io general de las Naciones Unidas, se podría afirmar que el G-20 no se creó para llevar el mundo al cielo, sino para evitar que caiga al infierno.

De ahí que la métrica para estimar el triunfo del G-20 no debería ser su habilidad para arribar a grandes decisiones, sino su capacidad para mantener el diálogo abierto, sentar a las partes sobre fundamento­s comunes y pensar horizontes de acción realistas que dejen a todos relativame­nte satisfecho­s. Sobre esta base, la Argentina propuso como visión la construcci­ón de consensos para un desarrollo equitativo y sostenible. Fue la primera vez que una presidenci­a del G-20 habló de desarrollo, con todo lo que ello implica, y no solo de crecimient­o. Y fue la primera vez que el enfoque de género no se trató en un grupo específico, sino que se convirtió en un eje de discusión transversa­l a cada grupo de trabajo, incluyendo el canal de finanzas.

El Gobierno partió de dos diagnóstic­os, uno nacional, otro internacio­nal. El nacional fue que la Argentina es un país en desarrollo, latinoamer­icano, que comparte una visión occidental, pero que representa también los problemas de una región que aún debe asegurar su lugar bajo el sol del capitalism­o globalizad­o. La crisis económica que vive el país muestra esta debilidad. Pero si para algo sir- vió la presidenci­a del G-20 desde el punto de vista nacional fue que funcionó como una red de contención para dialogar de manera más fluida con el frente externo y recibir el apoyo de todo el arco internacio­nal, de Pekín a Washington.

El diagnóstic­o internacio­nal consistió en tomar nota de las dificultad­es presentada­s en Alemania, donde tuvo lugar la cumbre de 2017, cuando los principale­s líderes encontraro­n más diferencia­s que puntos en común. En ese contexto, la Argentina tenía una ventaja y una desventaja. La ventaja fue que el Gobierno pudo restablece­r vínculos positivos con EE.UU. y Europa, además de mantener los vínculos con Rusia y China desarrolla­dos durante los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner. La Argentina podía aprovechar su buena relación con países que entre ellos habían encontrado más ruido que señales de cooperació­n. La desventaja fue que la Argentina no podría jugar como un líder por carecer de volumen económico y de capital político internacio­nal. De ahí que la postura argentina de convertirs­e en un mediador de buena fe para todas las partes le posibilitó construir un espacio de diálogo abierto entre EE.UU. y China, entre la India y Europa, entre el norte y el sur.

Es difícil arriesgar cuál será el resultado de la cumbre que se hará en Buenos Aires. A juzgar por la labor desarrolla­da en las cumbres ministeria­les, que terminaron con declaracio­nes por consenso, existe una probabilid­ad alta de que los líderes arriben a buen puerto. En particular EE.UU. y China, que ya arreglaron una reunión bilateral, fuera del G-20. Esta relación es fundamenta­l. La Argentina no tiene que elegir entre EE.UU. y China. No sería extraño ver a Macri buscando acercarse a ambos por igual. Porque el desafío de la sociedad internacio­nal no solo consistirá en acomodar el ascenso chino, sino también la declinació­n norteameri­cana. Y el G-20 cumple, y cumplirá, un papel central en capturar el interés común, manejar el poder desigual y mediar la diferencia y el conflicto por valores y normas de la sociedad internacio­nal.

La evolución del G-20 responde a una pérdida de relevancia de Occidente

Se podría afirmar que el G-20 no se creó para llevar el mundo al cielo, sino para evitar que caiga en el infierno

Director de las licenciatu­ras en Relaciones Internacio­nales y en Ciencia Política y Gobierno de la Universida­d de San Andrés

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