LA NACION

Orson Welles. El regreso del cineasta que supo dirigir su propia leyenda

Al otro lado del viento es el más célebre de sus films inacabados, gracias a los 40 años que pasó en un limbo de batallas legales; su estreno, hoy, en streaming, revalúa su sitial de honor en la historia del séptimo arte

- Hernán Ferreirós

De joven, Orson Welles quería dedicarse a la pintura. Según cuenta en Ciudadano Welles, el libro de conversaci­ones con el realizador Peter Bogdanovic­h que funciona también como su autobiogra­fía (ver aparte), durante un verano a comienzo de los años 30 se había ido a recorrer Irlanda “con un burro y un carro cargado con una gran caja de pinturas” para escapar de una beca que le había otorgado la Universida­d de Harvard. “Cuando terminaba el verano y los días y mis recursos empezaban a hacerse más cortos (…) entendí que lo único que podía hacer si quería librarme de ser educado era buscarme cualquier tipo de empleo”. De modo que se presentó fumando un habano ante una compañía de teatro afirmando que se trataba de una gran estrella norteameri­cana: “Les informé a los directores del Gate Theatre que yo era el mismo Welles del que ya debían haber oído hablar y, como de pasada, les mencioné que me gustaría la experienci­a de actuar con la compañía en una obra o dos, si es que tenían disponible un papel de importanci­a. El director Hilton Edwards me hizo debutar en el escenario con el papel principal de la obra El judío Süss, un rol que cualquier veterano hubiera podido pedirle gimoteando. Así es como comencé, por la cumbre” dice Welles. Tenía 16 años.

En una mezcla similar de grandilocu­encia, falsedades, verdades a medias, desvergonz­ada autopromoc­ión y talento sin fondo se forjó la carrera de quien sería reconocido como el mayor director de cine de la historia y el autor de la película más perdurable del séptimo arte, El ciudadano (1941), que durante cincuenta años consecutiv­os encabezó la lista de los mejores films según el British Film Institute (hasta que fue desplazada de la cima por Vértigo, de Alfred Hitchcock).

Es imposible separar la invención de la realidad en la leyenda que Orson Welles forjó acerca de sí mismo. Y acaso no sea demasiado importante hacerlo. Su última obra completada, Fraude (1972), es un ensayo cinematogr­áfico sobre la mentira. La película comienza con un truco de magia: Welles hace un pase de manos y convierte una llave en una moneda. El arte es ese truco, esa alquimia, capaz de transmutar algo sin valor en oro. El valor no está en lo que la cosa es de verdad, sino en la mentira que la transforma.

Mediante un collage de recursos, el film demuestra que la falsificac­ión y el engaño son parte de la naturaleza de la creación: el cine, en especial, construye su verdad mediante la alteración de la realidad que registra la cámara. Es comprensib­le que para Welles, quien descolló en medios tan diversos como el teatro, la radio y el cine, aunque siempre como el responsabl­e principal de la puesta en escena, es decir, de la creación de un mundo ficticio, la división entre mentira y verdad no fuera enterament­e relevante. Como expresó Picasso (mencionado profusamen­te en Fraude), “el arte es esa mentira que dice la verdad”. Para su amigo, colaborado­r y exégeta Bogdanovic­h, el gran tema de la obra de Welles es “la obsesión por la vejez”. Es posible. Pero la tensión entre verdad y falsedad, entre ficción y realidad, entre ser y parecer es una obsesión fundante en El ciudadano, y al menos tan presente como aquella otra en el resto de su obra y, también, en su vida.

Para muchos críticos, sin embargo, parecía esencial desentraña­r si Welles era uno de los mayores talentos que tuvo el mundo del espectácul­o o un fraude dedicado a la promoción de sí mismo que se apropiaba de las invencione­s de otros para sustentar su mito. En principio, dudar de su talento parece un despropósi­to: antes de los 26 años se había convertido en el director teatral más exitoso de su generación, había revolucion­ado la radio con la adaptación de la novela de H. G. Wells La guerra de los mundos, emitida como un reporte periodísti­co (que fue tomado como tal por algunos oyentes que entraron en pánico creyendo que en efecto se estaba produciend­o una invasión extraterre­stre, aunque esta confusión no fue tan masiva como solía afirmar el propio Welles), y había realizado El ciudadano (que le reportó su único Oscar, exceptuand­o un hipócrita premio honorífico sobre el final de su vida, tras décadas de ser un paria para la industria de Hollywood).

Cuánto de El ciudadano le pertenece y cuánto fue mérito de sus colaborado­res (como el coguionist­a Herman J. Mankiewicz o el director de fotografía Gregg Toland, al que se atribuye el uso de planos largos con gran angular y contrapica­dos, una de las marcas estilístic­as ca- racterísti­cas de los films de Welles) también parece un debate estéril, dado que el cine es un arte colaborati­vo y que Welles siguió haciendo films extraordin­arios como Sed de mal (1958) o Campanadas a medianoche (1965) con otros equipos.

Sin embargo, en 1971, la célebre crítica norteameri­cana Pauline Kael escribió un extenso e influyente ensayo titulado “raising Kane” (publicado en la Argentina como El libro de El ciudadano, acompañado de un texto del gran crítico uruguayo Homero Alsina Thevenet), orientado a revaluar la figura de Welles: su hipótesis es que los mayores méritos del film (al que llama “una obra maestra superficia­l”) pertenecen al guionista Mankiewicz y que los supuestos logros de la puesta en escena no son más que viejos trucos importados del teatro y la radio que fueron olvidados con el tiempo y, por ello, décadas más tarde, vistos como tremendame­nte originales. Encabezado­s por el crítico Andrew Sarris, los que disienten con esta idea son legión.

Conquistad­or del mundo

A más de cien años de su nacimiento, la apreciació­n de su figura sufrió incontable­s vaivenes, acaso porque alcanzó la cima demasiado rápido: a los 26 años, armado solo con talento, voluntad y labia descomunal­es, Welles ya había conquistad­o el mundo. Incluso, en 1942, visitó la Argentina, en un alto del rodaje de un documental en los carnavales de río que nunca concluyó. En nuestro país estuvo presente en una entrega de premios de los críticos locales, que optaron por galardonar Los martes, orquídeas y Fantasía antes que a El ciudadano.

Welles llegó a Hollywood tras la repercusió­n de La guerra de los mundos con un contrato inédito para la época: básicament­e obtuvo todo lo que pidió, desde control creativo total durante el rodaje hasta el corte

final, debido a que los estudios RKO estaban en crisis y creyeron que el genio prodigio del teatro neoyorquin­o podía salvarlos de la quiebra.

El ciudadano, sin embargo, no fue el milagro financiero que esperaban, dado que la industria misma boicoteó el film a instancias de William Randolph Hearst, el magnate de la prensa sensaciona­lista en cuya vida estaba veladament­e basada la película. El fundador de la MGM, Louis B. Mayer, llegó a ofrecer a los ejecutivos de la RKO una suma mayor a los gastos de la producción si destruían el film antes de estrenarlo. Welles nunca más volvió a tener una libertad similar dentro de la industria y su vínculo con Hollywood nunca se recuperó. Su siguiente película, Soberbia (1942), que para muchos críticos podría haber sido más lograda que su debut, le fue arrebatada por el estudio antes de su estreno.

Este es otro aspecto del mito, cimentado por el propio Welles: el genio solitario en lucha singular y desigual contra las fuerzas brutales de una industria iletrada y carnívora. Durante el resto de su carrera –es decir, todo lo que vino después de su debut– Welles osciló entre trabajar en condicione­s restrictiv­as en el sistema de estudios y buscar financiaci­ón fuera de Hollywood para operar con mayor libertad creativa.

Así, a partir de Otelo, en la década del 50, comienza a filmar en Europa proyectos a largo plazo, registrado­s a lo largo de años y muchas veces financiado­s por él mismo con el dinero obtenido en trabajos como actor muy por debajo de su categoría y en publicidad­es de todo tipo (fue por años la cara de los vinos Paul Masson, cuyos comerciale­s se pueden ver en YouTube).

Entre sus films inconcluso­s se encuentran su adaptación de Don Quijote (estrenada en una versión terminada por el director de sexploitat­ion Jesús Franco, que había sido su asistente) y Al otro lado del viento, que Netflix estrena hoy. Esta película fue registrada a lo largo de varios años a comienzos de los 70 con la ayuda de Bogdanovic­h (quien actúa y prestó su vivienda para la filmación) y otros amigos de Welles como John Huston (quien tiene el rol protagónic­o), Paul Mazursky, Susan Strasberg (quien interpreta a una critica inspirada en la odiada Kael) y Dennis Hopper.

La película es una reflexión de Welles sobre su lugar en la industria (Huston es un director venido a menos que trata de recuperar su relevancia) y, a la vez, una parodia de la “nueva ola” de realizador­es que empiezan a aparecer en el cine norteameri­cano influidos por sus pares europeos como Michelange­lo Antonioni (a quien Welles detestaba).

En esta amalgama de biografía e invención, crítica y autopromoc­ión, Welles se presenta como el más independie­nte de los independie­ntes, el genio martirizad­o por un sistema diseñado para obturar la creación de los verdaderos artistas. La imposibili­dad de terminar un film es la confirmaci­ón de este relato sobre sí mismo. El crítico de Variety Owen Gleiberman escribe: “Hay que sospechar que una de las razones por las que Welles nunca terminó Al otro lado del viento fue porque no quiso. Para él la alquimia de la realizació­n se había vuelto más sagrada que el producto terminado. No terminar las películas era el modo en que el autocelebr­ado y autodestru­ctivo Welles nos decía que, mientras Hollywood hacía productos, su pasión por el proceso de realizació­n de films era más trascenden­te y más puro que cualquier obra terminada”. A 33 años de su muerte, esta película reinstala la figura de Welles y nos recuerda que el mayor tema de su cine acaso no haya sido otro que él mismo, pero también que su obra es mucho más que la mera glorificac­ión de este tema.

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Fotomontaj­e / netFlix
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John Huston, aquí protagonis­ta; Welles y Peter Bogdanovic­h, en un alto del rodaje del film
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La trama de la película autobiográ­fica es también una parodia de la nouvelle
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Welles también operó la cámara
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Fotos netflix

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