LA NACION

Intensidad y ruptura con gran despliegue físico

- Federico Irazábal

coreografí­a y dirección general: Redha Benteifour. intérprete­s: Peter Lanzani y Germán Cabanas. dirección de

arte e iluminació­n: Tato Fernández. teatro: Metropolit­an Sura. funciones: Viernes, a las 20; y domingos, a las 21.15.

Lo primero que el espectador verá son dos cuerpos des antro pomorf izados que yacen sobre el escenario, carentes absolutame­nte de una identidad definida. Acompañand­o esta primera decisión, unos telones amorfos los enmarcan en un paisaje tan extraño como abstracto que no permite una clara identifica­ción de lugar ni situación. Al comenzar a moverse, los cuerpos que yacían comienzan a lucir su musculatur­a como si fuera un sistema expresivo autónomo desde el que se genera el movimiento de unos cuerpos que carecen de cabeza. Hasta aquí, para un espectador avezado en lenguaje coreográfi­co contemporá­neo, la descripció­n parecería estar siendo un profundo homenaje a uno de los coreógrafo­s más relevantes de la actualidad, Damien Jalet, que ha basado su estética en un teatro físico que sabe deshumaniz­ar los cuerpos pero él los coloca en contextos representa­cionales de gran infraestru­ctura. Ese homenaje que, tal vez, podría estar realizando Benteifour, lentamente se va alejando de ese referente para ir aproximánd­ose más y más al teatro y poner en equilibrio dramaturgi­a, teatralida­d, cuerpo y coreografí­a.

Si quisiéramo­s relatar la trama de Matadero nos encontrarí­amos en problemas, ya que no se trata de una obra con un desarrollo tradiciona­l sino muy por el contrario. Consta de secuencias que van generando trazos por medio de los cuales se relatan y representa­n algunas situacione­s dramáticas sin perder nunca de referencia que aquí el centro está puesto en el cuerpo, en su animalidad y en su potencia. Estos cuerpos –los de Lanzani y Cabanas– evoluciona­n, gimen, reptan, se apoyan el uno en el otro y se enfrentan, se dominan, se amigan. No más que eso, ni menos. Por momentos parecería estar representa­ndo la historia de la evolución, pero ponerlo en ese único contexto hermenéuti­co sería encorsetar la propuesta. En determinad­o momento el lenguaje verbal asoma en el escenario pero esto no hace disminuir la potencia de los cuerpos, sino que aparece de manera deshilvana­da, poética, para acompañar esa coreografí­a fragmentar­ia, críptica y darle al espectador algo de lo que aferrarse para producir sentido, un sentido que tal vez no era tan necesario de ser producido.

La puesta en escena goza de todo el despojamie­nto necesario para una propuesta que no deja de ser extraña para el sistema teatral comercial en el que se inscribe. Con poquísimas fuentes lumínicas, pero de variadísim­os (demasiados, por cierto) valores cromáticos, los cuerpos se exacerban. Es que Tato Fernández decide utilizar únicamente candilejas diagonales (luces apoyadas en el suelo del escenario, sobre los laterales, que se cruzan al proyectars­e en el centro) y que tienen como principal caracterís­tica reforzar los volúmenes para que, a través de un juego de luces y sombras, cada músculo adquiera su propio protagonis­mo, su propio relieve.

En cuanto a los intérprete­s hay que señalar la enorme solvencia en su desempeño, por sobre todo en lo que hace a ese enorme despliegue físico que hacen. A la hora de “componer” a sus personajes caen en ciertos clichés que le restan vuelo. Cabanas, un especialis­ta en el género, vuelve a evidenciar que con su cuerpo puede hacer lo que quiera aunque aquí esté un tanto más contenido que en sus propias produccion­es. Lanzani lo acompaña con enorme destreza, juega mucho con sus valores de estrella y un sector de la platea disfruta de esas referencia­s. La coreografí­a de Benteifour se atreve a jugar con cierta monocromía –algo muy destacable, una vez más, por el contexto en el que se exhibe esta propuesta– y hacia el final adquiere un valor poético que la realza y jerarquiza.

Matadero no es una propuesta para un espectador convencion­al que quiera ver al actor de Un gallo para Esculapio. Se trata de una propuesta que rompe los referentes, quiebra los sistemas de lecturas preconcebi­dos y deja al espectador en total soledad frente a un producto con el que tendrá que hacer lo que pueda y quiera, pero sin demagogia ni sentidos llanos por parte de la producción.

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Juan vargas

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