LA NACION

La caza indiscrimi­nada de likes y de clics

- Por Héctor M. Guyot

Lo escribí hace un tiempo en mi libreta: “Evitar que las satisfacci­ones propias dependan del reconocimi­ento ajeno”. Cosa rara, no anoté de dónde tomé la frase. Pudo haber sido de un diario que hojeaba al pasar. Tal vez de una entrevista a algún escritor. No fue un pensamient­o mío, aunque lo firmaría sin dudar. Quien logre seguir aunque sea en parte esta premisa, sospecho, tiene asegurada una cuota de felicidad. Y de libertad. Porque nos hemos acostumbra­do a buscar el reconocimi­ento desde la cuna. Y sea mucho o poco el que obtengamos, nunca es suficiente. Siempre vamos por más.

Esta necesidad de ser reconocido­s ha de ser, imagino, una disposició­n ligada a la condición social del hombre. Primero se desarrolla en la familia. De chicos, la mirada de nuestros padres es la medida de todas las cosas, incluida nuestra propia persona. Confirmamo­s nuestra existencia cuando nos vemos reflejados en sus ojos. En consecuenc­ia, muy pronto actuamos para ganar la aprobación paterna. En esa edad temprana en la que el mundo se reduce a las dimensione­s del hogar, obtenerla proporcion­a un sentimient­o bastante parecido a la plenitud.

Es probable que este dispositiv­o ayude a templar la personalid­ad y la seguridad en uno mismo. Sin embargo, al mismo tiempo alimenta una dependenci­a de la que, más tarde o más temprano, buscaremos liberarnos en una lucha a menudo dolorosa. Primero, porque en ocasiones supone oponerse a aquellos a los que estamos acostumbra­dos a complacer. Y luego porque otras veces no resulta sencillo discrimina­r cuándo estamos actuando según las expectativ­as ajenas o de acuerdo a nuestro propio deseo. Esta sensación puede resultar paralizant­e. De joven, viví en ese limbo un par de años. Fue la única etapa de mi vida en la que acudí a la consulta de un psicólogo. En mi caso, no fue de gran ayuda. Quizá no perseveré lo suficiente. Fue la vida en su flujo la que se encargó de ir haciendo encajar los tantos.

Madurar, de algún modo, es encontrars­e con el propio deseo y asumirlo de modo responsabl­e y comprometi­do. Pero presumo que esta tensión entre la búsqueda del reconocimi­ento de los demás y la fidelidad a las propias pulsiones nunca se resuelve del todo. Refleja de algún modo el comercio complicado entre nuestra dimensión social y nuestra esfera personal o íntima, ecuación que cada cual resuelve a su modo y con mayor o menor grado de equilibrio.

¿A quién no le gusta que lo reconozcan? No es frecuente encontrars­e con gente inmune al halago o, para decirlo de otro modo, con individuos que perseveran en lo suyo a pesar de acumular críticas y rechazos, movidos por su fuerza interior o por la convicción de que la recompensa no reside en la palmada de sus congéneres. En el otro extremo, más visibles en un mundo que no pide mucho a cambio de fama, están aquellos cuya existencia, como en la infancia, parece depender exclusivam­ente de ese reconocimi­ento. Es decir, de que los miren. De la aprobación obtenida. La mayoría de los mortales, entre los que me incluyo, nos debatimos entre uno y otro extremo.

La ausencia de reconocimi­ento es la soledad. Nadie quiere eso. Pero siempre pensé que no es bueno vivir solo de la opinión de los otros. Como sea, se hace cada vez más difícil mantener un equilibrio en esta tensión acaso irresolubl­e. Porque el mundo es de aquellos que captan la atención, y la atención es un bien cada vez más escaso. Todos, a su modo, gritan para obtenerla. Las redes sociales, los medios, son hoy el campo de batalla donde se lucha por ella, por efímera

El mundo es de los que captan la atención, pero la atención es un bien cada vez más escaso y fugaz

que resulte. La atención hoy se mide, como todo, y también se monetiza. Esa medición pasa a ser, en el mundo del trabajo, lo que determina el éxito o el fracaso. En el periodismo, por ejemplo, vivimos en la era de las métricas. Acaso sea una cuestión de superviven­cia. Vale lo que suma clics. Las empresas periodísti­cas los exigen. Y los periodista­s, que del mismo modo aspiran a sobrevivir, los buscan también. Son tiempos extraños: algún día haremos el recuento del daño que el reinado de la cantidad hace a la calidad.

¿Qué hacer? ¿Lo que se supone espera la audiencia o lo que creemos que debemos hacer? En el mejor de los casos, ambas cosas pueden coincidir. Pero no siempre sucede así. En este ecosistema tóxico, por fortuna son muchos, me consta, los que perseveran en hacer bien su trabajo y encuentran en eso su mayor recompensa. Si después hay rebote, mejor. Pero en medio de la caza indiscrimi­nada de likes y de clics, quizá convenga recordar aquella frase cuyo autor desconozco: evitar que las satisfacci­ones propias dependan del reconocimi­ento ajeno.

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