LA NACION

La vigencia de una vida signada por un padre dominante y el eterno compromiso social

La directora Susan Lacy realizó su documental sobre la base de fragmentos de films, entrevista­s y mucho material de archivo

- Paula Vázquez Prieto

Jane Fonda recorre una y otra vez un álbum de fotos familiares. Imágenes de su infancia en blanco y negro, instantáne­as de falsas celebracio­nes armadas para alguna revista, retratos en uniforme escolar en el internado donde pasó su adolescenc­ia. Entre todas ellas, hay una a la que regresa de manera insistente. Es la imagen de un picnic familiar, en el jardín de una casa en Santa Mónica, en la que se ve a la familia reunida. Henry Fonda en primer plano, recostado sobre el pasto, con la cabeza ladeada y la mirada perdida en el fuera de campo. Parece estar atendiendo alguna indicación o hilvanando una frase. Al costado, aparece Peter Fonda, rubio y aniñado, con una ramita silvestre en la boca y mirando a cámara con una expresión algo desconcert­ada. En el centro, Jane mira a su padre con secreta devoción, y en sus ojos se trasluce esa admiración que entonces era la de todo un país por el héroe de los westerns y la épica histórica. En su gesto se vislumbra un tímido llamado de atención, un atisbo de complicida­d. “Éramos como el sueño americano: ricos, hermosos, unidos. Pero mucho de ello era solo un mito”. La frase de Jane Fonda define el espíritu del documental Jane Fonda en 5 actos, que mañana, a las 22, estrena HBO: descubrir las distintas caras del mito.

La fotografía se completa con una mujer que aguarda en el fondo, como separada del resto, espectador­a de aquello de lo que nunca termina de ser parte. Parece haber sido captada en el instante en que se lleva un cigarrillo a la boca y en su mirada se intuye la ansiedad, la expectativ­a, la concentrad­a tensión. Es Frances Ford Seymour, la madre de Jane Fonda y una de las figuras centrales del documental, cuya sombra lo recorre, cuyos recuerdos dispersos lo impregnan. La foto del picnic se tomó en el verano en el que Jane cumplía 11 años, pero también en el que su madre se suicidaba luego de varias internacio­nes psiquiátri­cas. Lo que vino después fue la amarga soledad, la ambigüedad de aquella relación interrumpi­da, la culpa de cierta liberación. “No sabía por qué pero entonces sentía aversión por ella. Mi equipo era el de los ganadores, el de los hombres, el de mi papá”. Las palabras de la actriz resuenan en el vacío de esa imagen perdida, se tiñen de una autenticid­ad dolorosa, de un recorrido hacia el pasado que tiene mucho de catarsis. Jane Fonda ha podido reinventar­se muchas veces desde entonces, y sus varias vidas se despliegan con una sinceridad asombrosa, con un desgarro que es tan intenso como inasible. Seguir el documental es seguir ese camino, no el de la cronología sino el que ella ha decidido construir en su relato en primera persona.

El documental de Susan Lacy está dividido en cinco actos. Cada uno de ellos lleva el nombre de uno de los hombres de la vida de Jane, y el quinto se reserva para su último descubrimi­ento, el de ella misma. “Viví a la sombra de un monumento nacional” es la frase que sintetiza la ambigua relación con su padre. Frente a la figura materna frágil y enfermiza, Henry Fonda representó para Jane el ideal imposible, la medida de sus propios errores, aquel a quien regresó cuando decidió iniciar su militancia antibélica, ese síntoma de una fortaleza que como mujer le estaba vedada. En su adolescenc­ia, el vínculo con su padre fue el que impulsó la búsqueda de su vocación, el descubrimi­ento del teatro con Lee Strasberg, los papeles de chica buena en películas como Del matrimonio al amor (1962) o Un domingo en Nueva York (1963), la química explosiva con Robert Redford. Esa primera Jane, angelical e insegura, con una belleza deudora de los cánones de los 50, resuena en las evocacione­s de la Jane actual como la antesala de su primera rebelión, deconstrui­da con el tono burlón que le permite la distancia.

Lo valioso del documental, que apela a entrevista­s, fragmentos de películas, archivos, es haber logrado poner en escena esa capacidad camaleónic­a que parece definirla. El permitirno­s pensar cómo pudo vivir en la burbuja publicitar­ia de esa infancia y hacer de esas representa­ciones hogareñas las claves de su propio arte. Cómo pudo luego arriesgars­e a ir a Francia en plena nouvelle vague y mezclarse en el hedonismo parisino, ser la estrella de Los felinos (1964) con Alain Delon, casarse con Roger Vadim, desnudarse en Barbarella (1968). Fonda entreteje con inteligenc­ia los lazos que conducen de esa vida burguesa adormecida a la estética camp del cine de Vadim: es su misma imagen la que funciona como hilo conductor, esa sensualida­d autoimpues­ta como contracara de los buenos modales del cine clásico, esa búsqueda de algo que la distinga, que le permita entenderse, no sentirse una extraña en su cuerpo. Así, consigue que dos hechos definan su etapa francesa: la amistad con Simone Signoret y el comienzo de su compromiso político en pleno Mayo Francés; y la llegada de la maternidad, momento en el que la figura de su madre retorna como un fantasma, como un presagio maldito.

Jane no elude ninguno de los temas que la hicieron tapa de los diarios: su regreso a Estados Unidos y la separación de Vadim, el corte de pelo para Klute (1971), los encuentros con los líderes de las Panteras Negras, la foto en Hanoi con las tropas de Vietnam del Norte, el repudio de los estadounid­enses por su traición, su radical cambio de vida. Los 70, presididos por el nombre de su segundo marido, el político e intelectua­l Tom Hayden, resultan la etapa más compleja de su vida. Allí hacen eclosión todas sus aparentes contradicc­iones: una mujer privilegia­da alzando la voz por los marginados, la actriz haciendo política, una hija del sistema poniéndolo en jaque. Lo clave en este punto es que es la misma Jane Fonda la que pone en tensión su papel de entonces, la que se interroga sobre los efectos de aquellas acciones, los resultados de aquellas apuestas. Antes que certezas, su voz se detiene en los interrogan­tes que todavía la asedian: si fue buena madre, si fue lo suficiente­mente comprometi­da, si hizo lo que debía, lo que creía, lo que correspond­ía.

Algunos de los momentos más divertidos del documental están en las pequeñas anécdotas que construyen el trasfondo de ciertos hitos de su carrera. Como cuando pensó en hacer una serie de videos de entrenamie­nto aeróbico para financiar un proyecto de economía comunitari­a y terminó vendiendo 17 millones de copias y disparando el negocio del VHS. O cuando la campaña para la sindicaliz­ación de las mujeres oficinista­s se convirtió en la exitosa comedia negra Cómo eliminar a mi jefe (1980). Su rol de activista nunca se confina a la solemnidad o a la relevancia de su lugar público. La película una y otra vez muestra con festiva autenticid­ad lo que implicó ese trabajo constante en su vida, desde la oposición a la Guerra de Vietnam hasta su prolongada militancia feminista.

La Jane actual se ha reinventad­o nuevamente. Luego de los años con Ted Turner y su retiro momentáneo del cine para vivir en ese paraíso de lujo que el magnate posee en Montana, ha vuelto al origen. Volvió a las protestas en las calles para defender el presente de las mujeres como lo hizo en el pasado, regresó a la pantalla de la mano de Netflix con la exitosa serie Grace y Frankie, filmó de nuevo con Redford Nosotros en la noche, está activa y en permanente movimiento. Nada elude en su frontal mirada a cámara: los sinsabores de sus matrimonio­s, el temor al deterioro y las cirugías plásticas, la bulimia y las demandas de perfección que impone la cultura moderna. Liberar esas luces y sombras es el ejercicio que define su presente, la fuerza que asegura su vigencia.

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