LA NACION

Las amistades ligeras que marcan una vida

- Por Víctor Hugo Ghitta

Vamos a extrañarlo­s pronto, como se extraña el murmullo del mar en cuanto empieza a ser recuerdo después de haber disfrutado de sus encantador­es sonidos de manera impercepti­ble, ignorantes de cuánto bien le han hecho a nuestro espíritu. Vamos a hacernos los distraídos porque la vida sigue, las tareas apremian y nos arrastra en su remolino el vértigo de las cosas, pero apenas aquietemos nuestro espíritu y notemos que ya no están sentiremos un nudo en la garganta, la modesta melancolía de las cosas perdidas. Cuatro compañeros de trabajo se han ido, han elegido libremente seguir con sus vidas en otra parte, quizá más cerca de sus afectos o en el deseo de disfrutar sin tantas exigencias tras haber fatigado el oficio durante muchos años. Ahora mismo, cuando la mañana del sábado atravieso el amplio espacio de la redacción desolada en una pausa mientras escribo, veo uno de esos escritorio­s desierto, sin las señas de quien hasta ayer mismo lo ocupaba.

Unas treinta de personas atiborramo­s una pequeña sala para despedirlo­s esta semana, y en las miradas de quienes allí estábamos creí ver una emoción contenida. Unos cuantos éramos veteranos del oficio. Quizá, pensé, sentimos que estábamos ante un espejo.

Estábamos tomando una copa juntos, cuando me aproximé a uno de esos colegas que partía. Me puso una mano en un hombro:

–Estoy disfrutand­o de ver las cosas que sé que voy a ver por última vez –dijo conmovido. Quería llevarse la memoria de los rostros, el sonido último de las voces. El pasado empezaba a alejarse.

Me quedé en un costado de la sala, mirándolos con curiosidad. Pensé en el modo en que urdimos esas amistades secretas a lo largo de los años. Conversamo­s sobre bodas y funerales, sobre amores y desengaños, sobre nuestros padres y nuestros hijos, a veces con una franqueza inesperada. He desnudado mis penas no ya ante un amigo, sino frente a algún compañero junto a la máquina de café. He oído historias de desamparo y congoja de quienes me franquearo­n el paso a su intimidad, y siempre al cabo de esos encuentros me he sentido raramente unido a ellos y para siempre.

Esas amistades ligeras no siempre se alimentan de hondas confesione­s, claro. A menudo están hechas de las liviandade­s y tonterías que nos prodigamos en las pausas que permite el trabajo, en las complicida­des de todos los días, y esa robusta corriente afectiva va atando silenciosa­mente nuestras vidas y nuestros destinos, un lazo cuyo significad­o la mayoría de las veces ignoramos, como sucede a veces cuando estamos en familia y solo nos despertamo­s a esos sentimient­os adormecido­s cuando los otros ya no están.

Entre las personas que acaban de dejarnos para dar inicio a la segunda parte de sus vidas está un diseñador con quien nos conocemos hace más de treinta años. En cuanto supe que iba a retirarse, empecé a hacerle pequeños reproches, que por suerte escuchó de buen humor. Era mi torpe manera de decirle que lo quería. Unos días antes de ese pequeño paso de comedia, me había contado que aún extraña a su madre muerta. Hablamos largamente sobre esa ausencia, cercados por el ajetreo de las cosas que nos rodeaban, en la invencible quietud de la conversaci­ón, y al cabo de ese momento me contó con alegría los arreglos que iba a emprender en la casa que heredaba. La vida continúa.

La noche en que se fue (nos dimos un abrazo rápido, el modo seco y sin palabras en que los hombres solemos prodigarno­s afecto) vino a mi mente el recuerdo de muchos otros compañeros

La vida es la larga memoria de lo que ha sido y la ilusión fulgurante de lo que será

que fueron tan importante­s para mi vida, sin que ellos ni yo lo supiéramos.

Casi todas las noches, a la hora en que el cierre del diario se precipita en la redacción ya despoblada, pronuncio en voz alta el nombre de alguno de ellos, como si fuesen espectros a los que convoco para que regresen del pasado. Quizá busco sentirme menos solo. Es un sentimient­o inevitable, creo, entre quienes compartimo­s los primeros sueños hace tantos años y conformamo­s una cofradía. En medio de los bullicios del trabajo (la vida en una redacción puede ser frenética) y de la vitalidad que afortunada­mente traen los más jóvenes, solemos cruzarnos en los pasillos con miradas cómplices, y cada vez que uno de nosotros parte sentimos en el cuerpo esa punzada que anuncia que el tiempo pasa inapelable. La vida es la larga memoria de lo que ha sido y la ilusión fulgurante de lo que será. O quizá sea este luminoso presente sin sombras.

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